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LA CRÓNICA DE MAR Y MONTAÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Modernismo y ‘botifarra’

La Garriga, emporio de balnearios, es patria de historiadores, arquitectos, música moderna y moda popular

Xavier Vidal-Folch
Iglesia de Sant Esteve de la Doma, en La Garriga.
Iglesia de Sant Esteve de la Doma, en La Garriga. Massimiliano Minocri

Este lugar destaca por su microclima, que atrajo por un igual a iberos, romanos, reyes medievales como Martí L’Humà y burgueses de la revolución industrial.

Afirma un viejo recorte de periódico —mi padre lo guardaba como un tesoro en paño de color sepia—, que La Garriga es la “tercera localidad en clima de Europa”. La airea el cañón del río Congost. Y la acuna esa falda soleada del Montseny cuyas aguas soterradas alimentan los balnearios desde antes del tiempo. Esa montaña que es en sí misma un meteorólogo: si la cumbre del Tagament va despejada, hará buen tiempo. Si la cubren los cúmulos cabalgando prisas, lloverá rápido.

Comer, dormir y ver

DÓNDE COMER

En La Garrafa, la tradición actualizada, inventiva, sin exagerar: pasteles de verduras, bacalaos con muselinas, suculentos calamares encebollados, acompañados siempre de una dignísima coca, crrc, crrc, con tomate. Precios no exagerados.

Los modernistas son el Edelweiss, bello paraje y lindas vistas; y el profundo Villa Luanik, en obras. Entre los populares, el Carrilet, el Alambí y L’Esvet, repleto de cántaros y simpatía: ella sirve, él cocina. Los cruasanes y demás galguerías, siempre en Can Mario.

DÓNDE DORMIR

En los balnearios, el clásico Blancafort (pese al empeño, no lo han estropeado del todo) y el Termes Victòria, hoy La Garriga, también superviviente de los consabidos patriotas especuladores. Ambos surten tratamientos corporales, salutíferos y a precios convencionales. Además, el hotel Calàbria, junto al restaurante La Garrafa, muy actual, sin pretensiones.

QUÉ VER

Hay que perderse con ganas, flaner, como se pierden los franceses. Por las callejuelas del centro, para sorprenderse por una ventana modernista, una reja insólita, una gárgola neogótica, entre horchaterías y, heladerías: fíjense en el suelo, en las cerámicas que indican dónde cayeron las bombas de la guerra incivil. Por el largo Paseo, para descubrir las torres modernistas —refrescarse en el Casino—, y seguir por sus aledaños, junto a la vía del tren. Por los bosques circundantes que inmortalizó Enric Galwey: La Muntanyeta, Can Terrers o Malhivern. Último y principal: por la ermita de la Doma.

Este es el lugar de veraneo, en declive apenas pronunciado, de una burguesía ilustrada amante de prendre les aigues medicinales, como hicieron sus antecesores veinte siglos atrás, y como hacen los ejecutivos de hoy, los aficionados a las carreras del cercano Montmeló y esos viajeros que no son turistas. Una burguesía que pasó a mejor vida, y de la que restan sólidos trazos en el cementerio anudado a la ermita gótica de La Doma.

Pero las cuidadas torres modernistas que encargó a arquitectos punteros, —alineadas a la vera de un paseo singular, como la Cour Mirabeau de Aix en Provènce—, sus desmedidas casonas eclécticas y las alucinadas pérgolas a las que se encaraman glicinas centenarias como un poema de Gil de Biedma, permanecen, salvadas de una destrucción incompleta. Albergan hoy a profesionales, entidades culturales, ancianos, autistas, restaurantes modernistas, artesanos, servicios sociales y cambiantes tentativas del tercer sector. Trajín contemporáneo.

Aquí se detuvo el tiempo para gozar la nada. Pero por debajo de ese aire suspendido, que nos sugiere la imperturbabilidad del tedio retratado por el visitante Xènius, siguen en pie, aun maltratadas por la crisis y la revolución digital, manufacturas ecológicas como las empresas de la madera. Palpitan industrias culturales herederas de la efímera fábrica de rotlles de pianola (ahora se recuperan), creada por los Blancafort: como la Fundació Universitària Martí L’Humà, un esqueje de la Autónoma que plantó el inolvidable Santi Cucurella, mascarón de proa de tantos historiadores.

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¿Tantos? Infinitos. Si en cada catalán anida un poeta, cada garriguense cobija un historiador. Quizá por influencia de aquel mítico notario, Josep Maurí Serra, que dedicó media vida a recuperar la Doma y su retablo gótico de los Vergós, la otra a aleccionar a los aprendices del catalocismo social y el resto a escribir una monumental Història de la Garriga.

Cómo no, la estela de Maurí fraguó una activa fundación que lleva su nombre. Y su trayectoria enciclopédica reverdece en la Història Gràfica del fotógrafo Albert Benzekry i Fortuny. O en las sugestivas guías de la secreta, una veintena de agitadores divertidos, conspiradores irónicos que fabrican sucesivas entregas de La Garriga secreta, la guía más fácil, llena de guiños.

Aquí se vive, y a fe que la vida depara estupendas sorpresas. Aquí florecen las cansaladeries que consagraron la botifarra ensalzada por el hijo adoptivo Manuel Vázquez Montalbán —por consorte de Anna Sallés, otra gran historiadora garriguense—, y que hoy da coartada a animados concursos de tapas. Y qué ensoñaciones de bulls, bisbes y fetges, cada uno más sabroso que el vecino: Can Perris; La Cooperativa; María José... Gozos siempre presentes en las juergas de las fiestas mayores de cada barrio, en las jornadas de puertas abiertas, en las noches de los escaparates, en las semanas modernistas o en los Corpus con sus veteranos concursos de alfombras de flores, rivales de la también modernista Sitges.

Aquí las mozas recalan su coquetería en una nutrida procesión de decenas de peluquerías, contados establecimientos de manicura y media docena de tiendas de una joven emprendedora de la moda versátil, fundadora de la casa Krisbel, que dará mucho que hablar. Y los mozos, en la austera barbería del roquero Rafael.

Esta recoleta población que goza en democracia del mando de alcaldesas —Núria Albó, Neus Bulbena, Meritxell Budó— tanto o más que de alcaldes, trufa en mezcla discreta tradición y modernidad.

Los músicos se suceden, de Manuel Blancafort y Narcisa Freixes a los Dusminguet y sus epónimos de la fusión rock-flamenco-rumba catalana; los artistas plásticos, de los grandes Pau Gargallo y Enric Galwey a Montserrat Gudiol y los Fornells-Pla, incluyendo al comerciante Lluís Plandiura, cuya colección es núcleo duro del MNAC; los arquitectos, del patriarca del modernismo de veraneo Manuel Raspall (bien recuperado por Lluís Cuspinera), con Emili Sala y Lluís Planas, a los novecentistas Adolf Florensa, Xavier Turull o Raimon Duran i Reynals, culminando con obras de Oriol Bohigas; los escritores, de Eugeni D’Ors y Carles Sindreu a la Albó i Anna Ballbona. Un gozo.

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