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El cantaor cercano

El teatro real se convierte en un tablao desde que el que el onubense aportó su quejío dulce y una lección de empatía

¿Sería suficiente la voz de Arcángel para cantarle sin amplificación a los 324 espectadores arremolinados en torno al tablao en que el sábado se convirtió el Teatro Real? El onubense no solo despejó las dudas desde el primer segundo, sino que lo hizo asomándose por sorpresa al primer anfiteatro. Una escena impactante: el teatro vacío y reluciente, el escenario abarrotado y el cantaor, en la lejanía, aventando los brazos mientras sus fandangos quedaban suspendidos en el aire.

Consiguió Francisco José Arcángel no solo acercar el flamenco al templo de la música culta, sino sacralizar de tal manera la ceremonia que durante casi dos horas los móviles desaparecieron. Era mucho más gozoso disfrutar de su corporeidad en tan estrecha cercanía. La música sin micrófonos presenta inconvenientes físicos irresolubles, puesto que la voz se proyecta en una sola dirección y perdíamos nitidez cuando los oficiantes nos daban la espalda. Pero Arcángel demostró que su quejío dulce y mesurado, esos preciosos melismas que siempre adornan sin desbocarse, constituyen la única alternativa a Poveda para transmitirle las esencias flamencas a un público más amplio.

La proximidad permite deleitarse en los detalles: el gesto reconcentrado del protagonista, el aire casi mesiánico de su melena ensortijada, las miradas aviesas entre los artistas. A ratos cómplices o absortas, pero también, a veces, casi pícaras. Los ojos de quienes, legítimamente, se regocijan sabiéndonos engatusados. Arcángel aplicó la combinatoria para que la extensa velada se esfumara en un suspiro: bailando con Patricia Guerrero y hasta tocándole la guitarra, midiéndose con la voz asilvestrada de El Pecas, palmeando junto a Los Mellis, inmerso en sucesivos mano a mano con los guitarristas Salvador Gutiérrez y Dani de Morón. El cantaor cercano nos agasajó con el más amplio y sincero de sus catálogos. Y quiso que todo aconteciera al natural, sin artificios. Delante de nuestras mismísimas narices.

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