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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Yo soy la víctima

Un ministro del Interior que no es capaz de asegurar la confidencialidad de sus propias conversaciones es el encargado de asegurar la seguridad de todos los españoles

Jorge Fernández Díaz es, junto con Francesc Homs, la estrella más rutilante y desconcertante de la galaxia de políticos catalanes pertenecientes a los antiguamente llamados partidos de orden. Tanto Fernández Díaz como Homs tienen entre su electorado un prestigio y una imagen de astucia cuya fundamentación es tan misteriosa y opaca como su persistencia en el tiempo.

En las últimas semanas ha sido Fernández Díaz quien más gloria ha añadido a su leyenda a raíz de que se hicieran públicas sus conversaciones con Daniel de Alfonso, el director de la oficina Antifraude de Cataluña. El episodio, incluso desde la perspectiva que dan las semanas transcurridas desde que viera la luz, sigue produciendo la misma vergüenza ajena. O incluso más.

Entre todas las cosas extravagantes, la más sórdida es esa afirmación que hace el tal De Alfonso sobre una supuesta hija ilegítima de Artur Mas en Madrid. No se sabe muy bien si destinó recursos de la oficina Antifraude para recabar esta información. Pero si la hubiera obtenido a través de la oficina Antifraude habría estado justificado: es fundamental para los catalanes saber si Artur Mas es un fraude como fecundador.

No sabemos si cumplía o no con sus obligaciones tributarias (todo parece indicar que sí, por cierto), pero ahora sabemos que Artur Mas sí cumplía con otras santas obligaciones, incluso que supuestamente habría cumplido demasiado con ellas, con exceso, con entusiasmo, con voracidad. Ah, la hija ilegítima, qué gran tema. ¡Y además, caprichos de un azar perfecto, la habría tenido en Madrid! Si Philip Roth fuera español o catalán no habría novelado el ambiente moral que rodeó el caso Lewinski en The Human Stain; habría novelado cómo un servidor del Opus Dei conspiraba para saber si uno de sus archienemigos, el liberador de la patria oprimida, tenía, como dicen en México, casa chica. Qué cosa más castiza y provinciana. No se podría tener peor gusto a la hora de armar una trama. Quizás por eso Philip Roth, aún habiendo nacido en Vilafranca del Penedès o en Córdoba, nunca habría podido escribir esa novela.

Pero seamos caritativos y pensemos que lo de la hija ilegítima no fue iniciativa del ministro, sino de De Alfonso. No es la primera vez que a uno le asalta la impresión de que Fernández Díaz no hace ningún esfuerzo por no decir lo primero que se le pasa por la cabeza. Como cuando, sin aportar evidencia alguna, afirmó la existencia de una relación entre independentismo y yihadismo. Ahora, al hacerse públicas las conversaciones, y al recibir la acusación de que su conducta no sólo sería impropia de un creyente sino de un ministro, replicó que la víctima era él. “Yo soy la víctima”.

Era él quien habría recibido una ofensa. Cómo se atreven a grabar y difundir conversaciones de un ministro en que éste construye casos penales ad hoc usando su lugar institucional privilegiado. Qué insolencia inaceptable. Y si le preguntan si va a dimitir, él, con bravuconería, responde que no le va a dar ese gusto a los independentistas. Si no fuera porque ni mi placer mental ni erógeno depende de aquello sobre lo que Fernández Díaz esté dispuesto a dar placer, uno desearía que por lo menos nos diera ese gusto a los no independentistas. Desátese, señor ministro, y haga que ese gusto que usted le niega a los independentistas nos sea concedido a los no independentistas.

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En realidad todo esto nada tiene que ver con el gusto ni con el independentismo. Tiene que ver con el Estado de derecho, tiene que ver con la irresponsabilidad como cargo público, tiene que ver con la indignidad política y quién sabe si tiene que ver con algunos tipos penales.

Pero todo esto no es lo más ridículo de esta historia. Lo ha dicho recientemente Felipe González en una entrevista. Toda esta historia demuestra que Fernández Díaz no controla a sus subordinados. El máximo responsable del aparato policial no controla el aparato policial, cuyos miembros, al menos algunos de ellos, le respetan tan poco que se atreven a grabar sus conversaciones y a filtrarlas a la prensa. Un ministro del Interior que no es capaz de asegurar la confidencialidad de sus propias conversaciones es el encargado de asegurar la seguridad de todos los españoles. Y cuando esto se viene a saber, resulta que él es la víctima. Un tonto cum laude. Esa es la sutil definición de Felipe González, no la mía, en esa entrevista.

Pau Luque es investigador en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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