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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un parto canicular

Convergència fue cosa de dos apellidos sucesivos, Pujol y Mas, indiscutibles y omnímodos; un partido muy jerarquizado y piramidal. Ahora, cuando se trata de hacer 'foc nou', la tentación de la militancia es la iconoclastia

Llámenme supersticioso; pero si cualquiera de ustedes tuviese un día altas responsabilidades de partido y le correspondiera la tarea de organizar un congreso, yo le recomendaría no ubicarlo en la zona barcelonesa del Fòrum, porque parece flotar por ella un mal fario congresual, algún maleficio incompatible con las asambleas políticas de desarrollo plácido y controlado.

En junio de 2008, Esquerra Republicana celebró allí, en el gran auditorio del Edificio Fòrum, su 25º Congreso, que fue una especie de batalla campal entre cuatro facciones ideológico-personales irreconciliables y dejó al partido libanizado, exhausto y abocado a la derrota de 2010. El pasado fin de semana, en el Centro Internacional de Convenciones —a 500 metros del escenario anterior— el nacimiento del nuevo Partit Demòcrata Català que debe ser la reencarnación de Convergència resultó mucho más tumultuoso e imprevisible de lo que cabía esperar, dadas las tradiciones de la casa.

Bien es cierto que la casa ha cambiado mucho de tradiciones. A mediados de 1988, tras la segunda mayoría absoluta conseguida por Jordi Pujol, Manuel Vázquez Montalbán había descrito el movimiento político que aquel encabezaba como un nacionalismo posibilista: “Posibilismo interior en la relación con el sector social inmigrante, y posibilismo exterior, no creando nunca situaciones límite en las relaciones con el Estado” (el subrayado es mío). Si el añorado Manolo hubiese contemplado la trayectoria convergente del último lustro, no daría crédito...

Y no me refiero sólo ni principalmente al giro programático desde el estatutismo al independentismo; al fin y al cabo, este viaje Convergència lo ha hecho en compañía de una gran parte del tejido social catalanista. Lo que quiero subrayar es que, desde el último congreso ordinario de CDC —el XVI, celebrado en Reus en marzo de 2012—, la sufrida militancia convergente ha tenido que encajar toda clase de sorpresas, convulsiones y golpes de efecto, casi ninguno de ellos agradable (tal vez sólo lo fue librarse, hace un año, de los Duran Lleida, Sánchez Llibre y otros bolsistas de la política).

Excepción hecha del deseado —al menos, por las bases— divorcio respecto de Unió, lo demás han sido malas noticias: el adelgazamiento electoral e institucional; el tránsito de gobernar (en 2012) con apoyo parlamentario del PPC a hacerlo en coalición con Esquerra, que es competidora directa; el hundimiento de las expectativas sucesorias vigentes hace cuatro años, pues recordemos que de Reus salió investido príncipe heredero Oriol Pujol Ferrusola; el asedio judicial, incluso si está aderezado por los poceros del Estado; la colosal conmoción que suscitaron, desde julio de 2014, el comunicado autoinculpatorio de Jordi Pujol y sus derivadas mediáticas, judiciales y políticas; y, last, but not least, el sacrificio de Artur Mas, forzado por la CUP en enero pasado.

Después de haber aguantado estoicamente todo esto sin más consuelo moral que la ilusión del proceso independentista, ¿cabe extrañarse de que los convergentes llegasen a la reunión congresual, el viernes, con la irritación a flor de piel, muy susceptibles a cualquier cosa que se pudiese interpretar como dirigismo, manipulación o existencia de un nuevo pinyol de mandamases?

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Ese cabreo difuso cristalizó alrededor de la cuestión del nombre del nuevo partido (aprovechando lo poco afortunadas que eran las dos primeras propuestas, MésCatalunya y Catalans Convergents) o del régimen de incompatibilidades; pero, en el fondo, aquello que los delegados querían mostrar era que no estaban dispuestos a seguir siendo simple masa de maniobra, mera comparsería de un selecto núcleo dirigente.

La extinta o hibernada Convergència fue durante cuatro décadas cosa de dos apellidos sucesivos, Pujol y Mas, indiscutibles y omnímodos; un partido muy jerarquizado y piramidal, aunque pudiese no parecerlo. Ahora, cuando se trata de hacer foc nou, la tentación de la militancia es la iconoclastia: ¿Que Mas y Puigdemont votaron Partit Nacional Català? Pues la mayoría prefirió Partit Demòcrata Català. ¿Que la vieja dirección apostaba aún por la ambigüedad soberanista? Pues las bases han impuesto un independentismo inequívoco, republicano por añadidura e incluso con la guinda de la unilateralidad, si preciso fuere.

Mientras se confirma una dirección marcadamente renovadora, se precisa el menguante papel de Mas y se traduce a la realidad sociopolítica de 2016 la pretensión de ser, como Convergència, un partido catch all (atrapalotodo), resulta bien curioso que el primer litigio del PDC sea con Demòcrates de Catalunya por la semejanza del nombre. ¿Será el maleficio del Fòrum, o el de la democracia cristiana?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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