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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando los ciudadanos se equivocan

La cuestión es qué se está haciendo mal para que a una gran parte los británicos les entre un ataque de patriotismo melancólico y un número no menor de españoles no tenga reparo en votar a un partido al que le sale la corrupción por las orejas

Josep Ramoneda

Por razones diversas, del cinismo a la pasión, el Brexit ha provocado una avalancha de opiniones que cuestionan la idoneidad de la ciudadanía para tomar decisiones políticas. Comprendo el enfado de muchos británicos que han visto cómo sus mayores les echaban de Europa. Y comprendo la irritación de quienes jugaron con fuego y se acabaron quemando. No entraba en ningún guión. Los expertos, que lo saben todo, no contemplaban la hipótesis de que el Reino Unido se fuera. Pero de ahí a deducir que hay que reformar la democracia para que la última palabra la tengan los expertos —esos mismos que estaban convencidos de que el Brexit era imposible— y no los ciudadanos, es tan estúpido como cargarse los cimientos para salvar una casa.

Los ciudadanos son ignorantes y se dejan manipular, dicen. ¿Hubieran dicho lo mismo si la avalancha manipuladora de los europeístas hubiese triunfado sobre las fabulaciones, falsas promesas y sobredosis de nostalgia de los rupturistas? No. Habrían celebrado el triunfo de la razón sobre la sinrazón. Como si los argumentos a favor de la permanencia no estuvieran cargados también de medias verdades y de grandes mentiras. ¿O no es cierto, por ejemplo, que como ha escrito Thomas Pikketty el alto nivel económico de algunos países europeos, los alemanes especialmente, “ha sido obtenido en buena parte en detrimento de sus vecinos”? Hay que sorprenderse, como dice el economista francés, de que “ante la ausencia de respuesta democrática y progresista” a los desequilibrios y desigualdades que sufre Europa, “las clases populares y medias se acaben volviendo hacia las fuerzas xenófobas”. ¿Qué han hecho los gobiernos europeos para poner límites a los excesos del capitalismo, de modo que los habitantes de la Inglaterra profunda no se sientan humillados y voten compulsivamente contra la City?

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En vez de afrontar estas cuestiones, políticos de los partidos convencionales, expertos, burócratas, viejos intelectuales progresistas, en nombre del realismo —es decir, de la estilización del fatalismo de las relaciones del poder — prefieren señalar la ineptitud, la mezquindad, la vulgaridad de los ciudadanos que no siguen sus consejos y osan defender su derecho a la palabra que se intenta negarles. Y puesto que cambiar los desequilibrios sociales y responsabilizar a los poderosos es muy complicado, quitemos la palabra a los ciudadanos y dejemos lo todo en manos de los expertos. De la democracia a un nuevo aristocratismo —el gobierno de unos pocos, ya no tanto por linaje, que también, el mejor ascensor social es familia y amigos, como por selección técnica— que tiene su expresión más actual en el despotismo asiático. Lo preocupante es que este discurso en realidad está levantando acta de algo que ya está ocurriendo. Y con complicidades inesperadas.

Cuando las electores dan la razón a los que mandan, es un triunfo de la democracia, como ocurrió el domingo en España en que los ignorantes ciudadanos no se dejaron arrastrar por Podemos; y cuando actúan contra sus deseos, hay que cambiar el sistema porque estas cosas no se pueden repetir. No hay duda que la democracia es un sistema imperfecto, susceptible de ser mejorado y más las democracias en que vivimos a las que hace años que se les viene aspirando el alma. Pero sin el reconocimiento de la palabra de los ciudadanos y sin mecanismos que garanticen el control de los abusos de poder, la democracia no existe. Y estas dos condiciones para algunos son prescindibles si los ciudadanos insisten en llevarles la contraria.

Claro que se equivocan los ciudadanos, como todos. Para mí, la semana pasada se equivocaron dos veces: el jueves 23 en el Reino Unido y el domingo 26 en España. Es el riesgo democrático. Por eso la cuestión es qué se está haciendo mal para que a una gran parte los británicos les entre un ataque de patriotismo melancólico y un número no menor de españoles no tenga ningún reparo en votar a un partido al que le sale la corrupción por las orejas y que ha fracturado la sociedad hasta niveles desconocidos. Estas son las preguntas que se tiene que formular la izquierda si quiere salir de su marasmo. Y si tarda demasiado el juego se habrá terminado: ya sólo mandarán los expertos.

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