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El zoco ilegal de la Barceloneta, la ciudad del ‘top manta’

Un día de supervivencia en el Port Vell, reducto de la venta ilegal de Barcelona

Un mantero en el Port Vell.Vídeo: GIANLUCA BATTISTA

El zoco del top manta del Port Vell de Barcelona funciona como una pequeña ciudad donde todo está caóticamente organizado. Las mejores posiciones de venta rozan el muro que separa el paseo Joan de Borbó de la marina de lujo. Una valla que aleja la ostentación insolente de la riqueza –compuesta por yates con helicóptero incorporado– de la supervivencia existencial de inmigrantes arrinconados que sobreviven gracias a los mil y un cachivaches que venden sobre sus mantas.

La vida en el zoco comienza antes de las nueve de la mañana. Los propios ambulantes dejan poco lugar a la improvisación. Un paseo previo a la llegada a de los manteros permite ver el esqueleto del mercado y de cómo ellos han parcelado con cinta adhesiva un laberinto de paradas. A las nueve y media comienza el goteo de vendedores. Los Mossos ya han colocado la furgoneta junto a la entrada de la marina de lujo. Hoy no van a poder colocarse entre el tramo que va del muelle del Dipòsit (el lugar donde se colocan los artesanos legales que pagan sus impuestos) ni delante de los restaurantes de paella y langosta que hay en los bajos del Museu d'Història. Los ambulantes ilegales llevan días recluidos en el paseo de Joan de Borbó. En esa plaza dura con vistas a los restaurantes de guiri y a la novísima comisaría mixta de los Mossos y la Guàrdia Urbana. “Llegamos en metro, la mayoría vivimos en la zona del Besós”, informa uno de manteros.

La boca de metro de la Baceloneta comienza a dejar ir a decenas de hombres de origen africano y piel negra que suben escalones de dos en dos cargados con petates y maletas. La salida de la estación es en masa y a paso acelerado. “Muchas veces, la policía nos espera para requisarnos la mercancía”, denuncia un ambulante procedente de Camerún. Cada uno sabe cuál es su parada y, normalmente, se respetan. Lo primero: Comprobar si los Mossos, la PolicIa Portuària o la Guàrdia Urbana han delimitado una zona donde no se puede vender. “Se colocan en los mejores lugares”, cavila otro vendedor.

Si hay presencia policial, como sucede en las últimas semanas, no hay otra salida que acabar perdido dentro del zoco del paseo de Joan de Borbó. Allí, entre cuatro trozos de cinta aislante, se coloca la manta y se ordena el género. Los que venden calzado deportivo establecen filas de pares y colores. Los que llevan camisetas las ordenan por equipos de fútbol. Hay muy pocas mujeres. Ellas se dedican a peinar trenzas, arrastran un muestrario en un cartón de grandes dimensiones. Otras venden bisutería que, por regla general, y nadie sabe bien bien por qué, es de color azul. A las diez de la mañana el caos ya se ha apoderado del zoco y, a parte de las tonalidades de piel, lo que diferencia el lugar de un mercadillo patrio es que el regateo se duplica y los gritos promocionando el producto no existen.

El calor aprieta y los vendedores se arremolinan bajo paraguas y pareos. La mayoría llevan gorra y muchos están literalmente tumbados en el suelo. “Estamos en pleno ramadán y no podemos ni comer ni beber hasta que se pone el sol”, informa Aziz Faye. Este senegalés de 33 años se ha convertido en uno de los portavoces del Sindicato Popular de Manteros. No es extraño ver –junto a compradores de quemadura en la piel y pestazo a protección solar– a vendedores que dirigen su mirada hacia la Meca –casi casi hacia donde está el hotel Wela– y practican sus oraciones en plena calle.

Mientras, alemanes, ingleses… y rubios en general van o vienen a la playa e intentan conseguir alguna compra compulsiva regateando a los vendedores. Por el medio, gente vip que conduce Ferraris y riqueza insolente entran en los amarres de los yates.

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El camino de los turistas se acaba pero la sobreoferta de vendedores deja el espacio pequeño. Las mantas serpentean por tramos inimaginables. “En invierno somos poco más de cien pero ahora hay muchísimos más”, asegura Faye. Los habituales suelen ser vendedores procedentes del África negra y paquistaníes. Hoy también hay manteros de diferentes países de Sudamérica e incluso algunas familias españolas que también se han apuntado a la supervivencia en el zoco ilegal de la Barceloneta.

En busca de un sueño

La vida del portavoz del sindicato es la de la búsqueda de un sueño. Llegó en cayuco a las Islas Canarias y pasó por varios Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE). “Fui deportado pero regresé porque aspiro a una vida mejor”, jura que es el mejor resumen de las aspiraciones de todos los vendedores ambulantes. “Aun así, no es fácil tener una vida digna porque la presencia policial no nos deja sobrevivir”, remata. Todos tienen la lección aprendida. Aseguran ganar 10, 15, “30 euros limpios los mejores días".

“No competimos con los comerciantes, no vendemos lo mismo, pero necesitamos una alternativa. Hemos propuesto al Ayuntamiento tener un lugar donde ubicarnos, pagar impuestos y no molestar a nadie. Pero nadie nos ha dado ninguna respuesta”, denuncia Faye.

Comienza a caer el día y los Mossos abandonan sus posiciones. Ha llegado el momento de que decenas de manteros se trasladen a la zona del muelle del Dipòsit y el pasillo por donde los clientes potenciales acceden a los restaurantes de los bajos del Museu d'Història. De la nada, aparecen en el zoco mujeres africanas con carrito. “Nos venden comida porque ahora podemos romper el ayuno”, informa un mantero creyente. Las cocineras venden por céntimos unas bandejas con pollo, repletas de hambre. Luego un guineano con un termo y vasos de plástico vende café. Ha llegado el turno de los clientes de tacón, vestido, camisa, aftersun y copa de champagne. En los yates se celebran fiestas nocturnas. Si ha habido suerte, el petate pesa algo menos. Antes de que el último metro les devuelva a la zona del Besós el zoco desaparece. En pequeños grupos, decenas de vendedores van dirección a la parada de metro de la Barceloneta. Mañana volverá a ser el día en que toque sobrevivir.

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