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Jo Cox y la política del miedo

Cuando la democracia queda reducida a un simulacro cuyos límites establece un dios menor llamado mercado, las viejas categorías de soberanía popular, de emancipación, de igualdad de derechos, carecen de sentido

Bernard Cox, marido de Jo Cox, la diputada laborista asesinada durante la campaña del referéndum inglés, dijo que “ella estaba preocupada por la dirección que sigue la política en la actualidad, no sólo aquí sino globalmente, y cómo juega con los peores miedos de la gente en lugar de con sus mejores instintos”. Estas palabras de Jo Cox han sido premonitorias, los miedos han dado el resultado que menos deseaba la diputada laborista: la salida del Reino Unido de Europa.

Los miedos han inducido a los británicos a replegarse sobre sí mismos, el discurso del miedo lanzado por los proeuropeos no ha conseguido cambiar su decisión. Cox retrató perfectamente la deriva de la política actual construida sobre la desconfianza en la ciudadanía. Cada vez que los ciudadanos optan por salirse del guión —el cada vez más estrecho espacio de lo posible en un sistema de poder que va minando cualquier forma de alternativa— se despliega la panoplia catastrofista para poner el pánico en el cuerpo de los ciudadanos y obligarles a rectificar.

Se dirá que un sistema político es por definición un mecanismo de control social y que el miedo siempre ha sido el instrumento preferido del poder. Pero la hipótesis de partida de la cultura democrática es el reconocimiento y el respeto de la ciudadanía, que difícilmente cuadra con campañas que tratan de ignorantes, susceptibles de dejarse seducir por cualquier embaucador, a los que quieren variar la partitura. “Engañarán a los votantes, pero no al mercado”, ha dicho durante la campaña electoral española un tal Feito: la palabra del mercado es la única voz que importa.

Cuando la democracia queda reducida a un simulacro cuyos límites establece un dios menor llamado mercado, las viejas categorías de soberanía popular, de emancipación, de igualdad de derechos, carecen de sentido. Y cuando es la ciudadanía la que pide la palabra, no queda más remedio que atemorizar. Y, si la gente pierde el miedo, el paso siguiente es el autoritarismo posdemocrático, un sistema neoautoritario en que la sumisión se disfraza de decisión libre.

Las palabras de Jo Cox nos advierten de un sistema de gobernanza construido sobre el aislamiento e indefensión del ciudadano, reducido a la condición de hombre económico, despojado de aquellas pasiones e instintos nobles que le hacen salir de sí mismo para ir al encuentro de los demás y tejer discursos emancipatorios y oportunidades de cambio que permitan ampliar el espacio de lo posible y sobre todo construir una sociedad en que las instituciones no humillen a los ciudadanos sino que los reconozcan, en que reinen otros valores que el oro, el miedo y la insolencia.

En este contexto, el poder se convierte en un espacio cerrado, la política deja paso al reino de los expertos, que viven en la impunidad de reducir las personas a cifras y, por tanto, de despojarlas de su humanidad. Y es lógico que se margine a las humanidades de los estudios, porque la complejidad de lo humano es un estorbo para un poder que busca modelar hombres unidimensionales, cuya autoredención quede en manos del negocio del coaching y de la autoayuda. Como es lógico que se ridiculice la preocupación por la desigualdad, porque como más visible sea el abismo más fácil es especular con el miedo, hasta que se cruza el umbral de lo sostenible y la gente dice basta.

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Cuando se intenta reconstruir el espacio de lo común, movilizar “los mejores instintos” de las personas para construir proyectos colectivos, hacer de los grandes desafíos oportunidades a compartir, los poderes establecidos despliegan el discurso del miedo, desprecian a los que se indignan. Pero esta vez, en el Reino Unido, esta estrategia ha fracasado: los británicos han desoído las apocalípticas profecías que las elites occidentales les lanzaban desde todas las capitales políticas y económicas. Y se ha puesto en evidencia los límites de una Europa que se pretende construir con los ciudadanos en el papel de comparsas, sin proyecto común ni expectativas. Y ha ganado la ilusión de la autosuficiencia británica, basada en temores y desconfianzas ancestrales. Jo Cox tenía razón, la política democrática está en la crítica fase del miedo. En vez de reformarla, se sataniza a los que quieren cambiarla. El discurso del miedo como expresión de la impotencia de la política.

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