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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nueva mutación catalana

Amortizado el compromiso de desconexión en la próxima primavera, la dinámica del proceso independentista sigue, ahorrándose una nueva frustración

Josep Ramoneda

Fin del proceso, explosión del soberanismo, fracaso de la legislatura. Después de que el gobierno de Junts pel Sí haya visto rechazados sus presupuestos, se gastará mucho papel en un género literario que se repite cíclicamente: las honras fúnebres anticipadas del independentismo. Y obviamente tampoco faltará a la cita el coro habitual —con las mismas voces que cantaron las excelencias del líder máximo Artur Mas y que ahora ya no se acuerdan de él— glosando la genial idea de Carles Puigdemont que refuerza a Junts pel Sí y relanza el proceso. Ambos discursos forman parte del ritual y se retroalimentan.

Puigdemont ha acertado dando una salida democrática a un embrollo fruto de una estrategia errada. Puigdemont pone límites a la CUP, negándose a humillarse ante ella para conseguir su apoyo. Se quita de encima la presión de la hoja de ruta y del calendario de dieciocho meses para la desconexión, convirtiendo al partido de Ana Gabriel en chivo expiatorio del contratiempo. Y gana margen para intentar recomponer la situación y buscar nuevas alianzas si cabe.

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Amortizado el compromiso de desconexión en la próxima primavera, la dinámica del proceso independentista sigue, ahorrándose una nueva frustración. En este contexto, las elecciones del 26-J adquieren especial relevancia. Cuando, en septiembre, los partidos tengan que decidir si Puigdemont sigue, habrá elementos suficientes para saber si todavía tiene sentido que Convergencia presida la Generalitat o si es hora de volver a votar para ajustar el mapa político catalana a la fuerza real de cada uno.

La decisión de Puigdemont tiene algo de enmienda a la estrategia de Artur Mas. El anterior presidente, empeñado en utilizar el proceso para salvar a Convergencia, llevó hasta límites humillantes el mercadeo con la CUP. Y le salió mal. Puigdemont, en su primer choque con los cuperos, ha decidido poner fin al espectáculo. Si la maniobra le sale bien quedará reforzado, con autoridad para dirigir la creación del partido que ha de reemplazar a la agotada Convergencia, sin el lastre de quienes se resisten a reconocer que su tiempo ha pasado, en la medida que sus figuras son indisociables del partido gastado que se despide. Y si pierde, habrá caído dignamente. Junqueras tendrá la última palabra.

En todas partes, la política se está haciendo muy volátil. Y esto vale para Cataluña como para España y Europa. Las líneas de separación ideológica y política se entrecruzan y producen cambios inesperados en las identidades y en las alianzas. Mientas el establihsment político mediático español se dedicaba a atizar a Podemos, Convergència, que bajo el liderazgo de Artur Mas, fue socio ejemplar del PP en las políticas de austeridad, ha intentado tejer una alianza improbable con la CUP. El partido que más genuinamente representaba la moderación catalana vive en la zozobra ante el desconcierto generado en los suyos por la independencia, la más subversiva de las opciones en presencia porque amenaza al Estado en su integridad territorial. Tiempo de raras metamorfosis. Algunos se darán por satisfechos colocando el errático final convergente en el anaquel de los desvaríos. La política que se siente impotente, encorsetada por Bruselas en todo lo que concierne a la economía, busca desesperadamente legitimarse por otras vías.

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Quiérase o no el independentismo ha sido y sigue siendo, con todas sus contradicciones, el principal proyecto político existente hoy en Cataluña. El impacto que ha supuesto el rechazo de los presupuestos, símbolo de fracaso para cualquier mayoría de gobierno, es, sin embargo, la consecuencia de errores estratégicos acumulados y señales mal interpretadas. Leer el comportamiento de la CUP como si fuera un partido tradicional es un desatino: su reino es de otro mundo.

Pero la raíz del problema está una estrategia de escalada hacia la independencia que no se corresponde con la fuerza real disponible. El voluntarismo tiene sus límites. La política de huida hacia adelante, con citas históricas anuales para avanzar a toda máquina, ha quedado bloqueada en el 47.8% de las autonómicas. Un resultado tan bueno como insuficiente que nos dice que no hay atajos. Sólo la paciente acumulación de capital electoral y la construcción de nuevas alianzas para el referéndum podrían permitir alcanzar la tierra prometida. Menos no es más. La independencia será con los comunes o no será.

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