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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ciudad extrema

Ni los problemas se arreglan quemando contenedores ni estos se apagan con abusos. Como siempre, quien más parece disfrutar es quien no tiene nada que perder

La semana pasada un centenar de familias protestó en Ciutat Meridiana contra los desahucios que se han ejecutado en el barrio. Se aprovechaba el momento en que los padres acompañaban a sus hijos al colegio para cambiar las cerraduras. Es fácil imaginarse el temor de las familias y el padecimiento de tener que escoger entre escuela o techo. Imaginar la bajeza del razonamiento que lleva a un banco a tomar una decisión de este tipo cuesta un poco más. Hay que tener mucho estómago para esperar escondido a que unos padres salgan de casa y cerrarles la puerta. Costaría encontrar una imagen más ilustrativa de violencia estructural. Solo la dignidad del centenar de personas que se manifestaron consigue conjurar y contrarrestar la sociopatía que anima la escena.

El mecanismo de acción y reacción tiene lógica, pero la lógica explica muy poca cosa, es pura mecánica, violencia que genera más violencia. Es la lógica del impago y del desahucio, tan cierta como inmoral, que se reproduce por doquier y desde hace años en Barcelona. La primera noche de altercados en Gràcia se saldó de manera previsible. Lo estructural anticipa los hechos y los contenedores y los coches se queman de manera cíclica. De la misma manera que se destrozaron zaguanes y escalones con martillo y escarpia para obtener guijarros a modo de munición o que arden los vehículos estacionados en el Park Güell, se supone que por parte de un grupúsculo anticoches, será por variedad de formas de opresión.

Hay muchas diferencias entre el sociópata que ordena un desahucio cuando los padres acompañan a sus hijos al colegio y el que disfruta hasta emocionarse con la quema y el destrozo. También muchas similitudes y la más importante quizás sea que ambos se necesitan, necesitan la ira que les da el prestigio en sus campos ideológicos respectivos, la rentabilidad inmobiliaria o el currículum antisistema.

El comunicado que publicó Arran hace pocos días era una apología del incendio, escrito en estado de iluminación. No se sabe de ningún fuego que haya protegido del desahucio casa alguna. La irresponsabilidad de los políticos que escurren el bulto o de los que por omisión jalean la violencia es casi especular con las declaraciones sobre los sacrificios económicos que propone Joan Rosell desde su poltrona día sí día también.

Mientras tanto, los ciudadanos aceptan con resignación que los dejen otra vez solos. Sucedió con Trías en Can Vies y les ha pasado con Colau en Gracia. Trías pagó la displicencia de sus cuadros y Colau paga el populismo y la demagogia que contribuyeron a sentarla en la alcaldía. Pero al final el resultado vuelve a ser penoso por sabido, por predecible y porque nada indica que dentro de un mes, un año o un lustro no se pueda volver a repetir.

¿Se trata solo de que arda una papelera? Pues no, porque hace diez años que alguien, no se sabe quién, lanzó un objeto lo suficientemente contundente para dejar tetrapléjico a un agente de la Guardia Urbana durante el desalojo de una fiesta. Después de un juicio más que cuestionable y de meses de prisión, Patricia Heras se suicidó. Aquella fiesta y su gestión han producido un dolor inmenso. ¿Fue un hecho excepcional? Los hechos excepcionales se producen en estados de excepción como los de Gracia. Nada indica que no se puedan volver a repetir.

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La ciudad muerta es otra de las consecuencias de la ciudad extrema, que acarrea una memoria llena de resentimiento, tan selectiva que olvida aquella ciudad del perdón que reclamaba Joan Maragall. Ya hemos estado ahí. Ni los problemas se arreglan quemando contenedores ni estos se apagan con abusos. Como siempre, quien más parece disfrutar es quien no tiene nada que perder. Habrá quien diga que los escaparates rotos son el símbolo de la reacción contra la Barcelona escaparate, pero la retórica la crean quienes viven de ella. Y del bucle.

Entre Gracia y Ciutat Meridiana, me quedo con los segundos. No aparecen en la prensa, no agredieron a nadie y no parece que haya una ola de solidaridad, para qué, con lo fácil que es quemar cualquier cosa. En algún momento del bucle alguien tendrá que decir que se ha ido demasiado lejos, que la violencia es una batalla perdida y que su único resultado será sociedad cada vez más desahuciada de sí misma. Que construye muy poco y destruye demasiado.

Francesc Serés es escritor.

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