La felicidad era eso
El problema de un concierto como el de Coldplay es que se acaba y tienes que volver a la vida real que ya no es viva la ídem
El problema de un concierto como el de esta noche de Coldplay es que se acaba y tienes que volver a la vida real que ya no es viva la ídem. Dos horas largas de felicidad. Hermosa, colorista, alegre y espectacular felicidad. Un baño de belleza, imaginación, luz y buen rollo que ha puesto un envoltorio inigualable a las bonitas canciones del grupo. A ver quién vuelve mañana a trabajar después de eso.
Ante los efectos visuales solo cabe quitarse el sombrero y tratar de redefinir la palabra psicodelia. Las proyecciones, de una calidad sobrenatural, han mezclado imágenes reales, surreales y abstractas, a menudo como un gigantesco caleidoscopio. Vas de tripi y no vuelves. Hemos visto unos prodigios para frotarse los ojos y pensar que se está soñando. Recuerdas los viejos conciertos de Pink Floyd que nos parecían el acabose y da risa.
La estampa de Chris Martin corriendo por la pasarela rodeado de la miríada de luces de las pulseritas del público como si atravesara un campo de flores púrpura o de luciérnagas es de las que no se olvidan. En medio de Paradise un tipo me ha lanzado sin querer su cerveza por encima: nos hemos mirado y hemos sonreído. Él incluso ha suspirado. Así ha sido el ambiente general.
En A sky full of stars la pantalla central ha mostrado un firmamento abarrotado de estrellas y el estadio se ha convertido en una vía láctea poniendo el cielo a los pies de la banda. Hemos visto rosetones de catedral que viraban de color, amaneceres y atardeceres que quitaban el hipo, a Martin desdibujándose en estallidos de luz y siendo aspirado en el suelo por un remolino de pintura delicuescente; hemos visto pájaros, globos, confeti de estrellas, cohetes, fuegos. Todo eso hemos visto y otras cosas que aún me pellizco.
Coldplay han homenajeado a Bowie con unas estrofas de Heroes, han conseguido parecer cercanos y hasta íntimos en medio de semejante despliegue, nos han puesto a bailar, nos han puesto tiernos y hasta tontorrones y nos han regalado tanta y tan abrumadora felicidad que no se los perdonaremos. Hemos salido del Estadi empeñados en volver a la realidad porque, ha quedado dicho, no puedes, ay, vivir para siempre en un concierto de Coldplay. Pero entonces, en medio de la noche, la pulserita se ha puesto a sonar como si nos lleváramos a casa la quinta columna de la felicidad: una llamita de Coldplay para ir tirando.