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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Derribos Mas

Tras una tan larga temporada de demoliciones, y a la espera de las estructuras de Estado, esta Convergència fundada de nuevo será el primer acto constructivo

Lluís Bassets

Convergència es todavía el partido de los pujolistas. Por si los convergentes pretendían olvidarlo, el día en que se votaba su autodisolución, Josep Pujol, el tercer hijo del fundador, aparcó su Jaguar frente a la sede de CDC de Sant Gervasi y depositó su papeleta en el mismo momento en que lo hacía Helena Rakosnik, la esposa del expresidente y actual líder del partido, Artur Mas, consiguiendo así una fotografía altamente simbólica de las dificultades con que se enfrenta la formación nacionalista para cambiar de piel e intentar a la vez mantener su espacio político.

Ahora la demolición a la que Mas se ha entregado con tanto fervor y dedicación alcanza de lleno a su partido. Recibió una herencia en el punto más álgido del poder convergente y está a punto de reducirla a la porción congrua, tras perder escaños a raudales, quedarse sin la alcaldía de Barcelona, destruir la coalición con Unió que tantos éxitos le había proporcionado, hacer dudosas contorsiones para coaligarse con Esquerra, y tirar ahora al niño con el agua sucia. No es extraño que la familia fundadora exprese bajo formas más o menos explícitas su resentimiento hacia un sucesor que fue escogido y designado para mantener el patrimonio en sus aledaños e incluso al alcance de los hijos del patriarca.

No es esta la única labor destructora de Mas. El conjunto de las instituciones viene sufriendo desde que Artur Mas alcanzó la presidencia en 2010 y sobre todo de septiembre de 2012, con la disolución prematura del Parlament, momento en que se abrió la veda al uso partidista más descarado de la radio y la televisión públicas, el sistema educativo, la función pública y las instituciones de la Generalitat en su conjunto; todo en aras del procés, una situación excepcional que solo se daría una vez en la vida y que había que aprovechar sin muchos escrúpulos ni miramientos.

La instrumentalización ha alcanzado a los edificios públicos, específicamente al palacio gótico de la Generalitat, utilizado más allá de las funciones de Gobierno como plató televisivo para las entrevistas presidenciales o escenario de actos, anuncios y reuniones partidistas. Entre las decisiones más incomprensibles destaca la pasión por la estelada desatada en las filas soberanistas, hasta el punto de sustituir en muchos edificios oficiales a la bandera de todos, incluso durante las campañas electorales y en los días de votación, en violación de la neutralidad exigida a las instituciones.

Nunca las instituciones pertenecientes a todos y sufragadas con los impuestos de todos habían sido puestas al servicio de una parte de la sociedad política como se ha hecho en estos años bajo el liderazgo de Mas. Y, sea dicho, con la inestimable colaboración de las instituciones del Estado bajo la batuta del PP, en una actuación simétrica con los medios de comunicación, la policía o incluso la justicia, y dispuesto siempre a echar gasolina en cada ocasión que se declara un incendio, como se ha visto con la felizmente frustrada prohibición de las estelades en la final de Copa.

El ejemplo cunde en todas direcciones y sigue más allá de Mas. Nadie expresa mejor la falta de sentido institucional como la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, con su deferente entrevista con Arnaldo Otegi en su despacho oficial. No es ninguna novedad el papanatismo de un cierto independentismo catalán respecto al nacionalismo vasco. Hay un fondo de envidia, que es legítima y sana cuando se trata del concierto económico, pero profundamente enfermiza y perversa cuando se trata de la violencia de ETA.

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La jornada de votaciones, pretenciosamente bautizada como supersábado, es el último acto de una drama político, cuyo protagonista, como si estuviera señalado por una maldición, convierte sus dotes de pretendido arquitecto de las estructuras de un nuevo Estado en capacidad de demolición de cuanto toca. Al parecer, Convergència ha dejado de existir. Cuando se fundó fue decisión de unos pocos y voluntad sobre todo de uno, pero ahora es por la votación de simpatizantes y militantes como se decide todo. Nadie sabe qué la sustituirá y ni siquiera si llevará el mismo nombre.

El espacio que pretende ocupar es el pujolista. La ambigüedad ideológica pujolista, a pesar del procés, insiste en seguir llamando a su puerta. Hay pujolismo a raudales entre sus dirigentes, a pesar de que la familia Pujol haya mandado a uno de los hijos como recadero del resentimiento en injusta denuncia de una traición: para desmentirla, basta con observar la indulgencia convergente exhibida hacia su fundador en la comisión de investigación del Parlament el pasado año. ¿Será el mismo perro con el mismo collar?

Tras una tan larga temporada de demoliciones, y a la espera de las estructuras de Estado, esta Convergència fundada de nuevo será el primer acto constructivo, y quién sabe si el último, de Derribos Mas. Toda una paradoja.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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