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La OBC se pone barroca con Jordi Savall

El músico catalán conquista al público en su tardío debút con la Sinfónica de Barcelona en el Auditori

Nadie se explica los motivos por los que Jordi Savall, el músico catalán de mayor proyección internacional, nunca había dirigido a la Simfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Aducir que la OBC hace otros repertorios no se sostiene; llevan dos décadas invitando a especialistas en la interpretación con críterios históricos y la ausencia de Savall clamaba al cielo. Quizá por ello, al gran violagambista y director igualadino debió sonarle a música celestial el entusiasmo del público que el viernes disfrutó su tardío debút en la temporada de la OBC.

Había gran expectación en el Auditori; también curiosidad y algunas dosis de escepticismo entre los aficionados: ¿Se produciría esa química entre orquesta y director que invita a pasarlo bien haciendo música juntos? Las dudas se disiparon al instante: Savall generó un clima de ilusión y confianza en los músicos de la OBC que llegó al público en forma de arrolladora energía musical.

La selección del repertorio jugó a favor de Savall, absoluto maestro en la práctica y el estilo barroco. Para abrir y cerrae el programa, apostó por dos clásicos populares; la Suite núm. 3 de Johann Sebastian Bach, con la famosa Aria que Savall dirigió con sobriedad, y la Música para los reales fuegos artificiales de Georg Friedrich Händel, una explosión pirotécnica de metales y percusión que entusiasmó al público.

Entre estas populares obras, Savall dio alas al espíritu camerístico y el gusto por el virtuosismo del Concerto grosso núm. 12, op. 5 de Francesco Geminiani —irresistibles variaciones sobre La Follia, de Arcangelo Corelli— y completó el programa con una incursión en el clasicismo galante de Wolfgang Amadeus Mozart, la Serenata Notturna, KV239.

El espacio y la logística de los ensayos jugaron a favor de la OBC; la orquesta ensaya siempre por las mañanas y Savall prefiere hacerlo por las noches. A veces, cuando graba un disco, reúne a sus músicos de madrugada en busca de la inspiración del momento. Savall se adaptó a una agenda un tanto hostil para sus biorritmos —se acuesta muy tarde, toca Bach antes de irse a la cama, duerme apenas cuatro horas y a primera hora de la mañana hace mil cosas, pero no ensaya— y ello añade mérito a los resultados.

Con la sensacional actuación de su concertino de confianza, el gran violinista barroco Manfredo Kraemer —el único que usó cuerdas de tripa— sonaron con razonable transparencia unos efectivos bien equilibrados; algunos músicos estrenaban arcos barrocos, y las trompas naturales y trompetas sonaron radiantes en Händel.

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Al margen de los puntos débiles que sólo se pueden corregir con una relación de trabajo continuado, el debút de Savall con la OBC fue una inyección de alegría, de romper la rutina aprendiendo cosas nuevas, de aportar al oficio sinfónico el gusto por el riesgo y la aventura que conlleva la práctica barroca.

El éxito, más allá de cuestiones de técnica y estilo, dependía de la actitud de los músicos y, a base de ganas, curiosidad e ilusión, la OBC se puso más barroca que nunca bajo la guía de Savall, que regaló como propina una pegadiza contradanza de la ópera Les Bóreades, de Rameau, con las palmas del público como festivo refuerzo rítmico. Un gran debút y, posiblemente, el inicio de una larga amistad.

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