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la crónica

Él anduvo con un zombi

El médico catalán Jaime Ollé ha tenido experiencias con el vudú durante su trabajo en Haití

Jacinto Antón
Un fotograma de 'Yo anduve con un zombi'.
Un fotograma de 'Yo anduve con un zombi'.

Vudú, tambores, la noche tórrida entre las cañas, una ceremonia atávica y salvaje con bailes desenfrenados ante siniestros altares, y en medio de las sombras que rozan apenas los pálidos dedos de la luna y lamen fugaces las lenguas de las hogueras, sus ojos abismados en la nada como en un pozo, el zombi.

Por Dios, qué miedo me da ese mundo de la brujería afroamericana caribeña. Nadie lo ha representado mejor que Jacques Tourneur en I walked with a zombie, aquí Yo anduve con un zombi, la fascinante y aterradora película de 1943 que narra la zombificación de una hermosa mujer, Jessica Holland, y se mueve magistralmente entre la incredulidad y lo sobrenatural, desplegando entre ambas un espacio estremecedor, una tierra movediza, de tenebrosa poesía. Ah, el vudú.

Cuando el otro día me llamó Jaume Ollé apenas le presté atención, hasta que mencionó que había trabajado en Haití, la isla oscura. Ollé, especialista en enfermedades infecciosas y epidemología, presidente de ACTMON (asociación para la prevención y tratamiento de la tuberculosis), me explicó que ha publicado Crónicas de un médico en el mundo (Icaria, segunda edición ampliada), un conjunto de historias de sus treinta años de profesión en lugares del Tercer Mundo que le ha prologado Eduardo Mendoza. Me sonaba todo a literatura bienintencionada y humanitaria. Eso para lo que suelo andar justo de tiempo. Pero entonces me explicó lo del zombi.

“Un paciente, un hombre, murió de un fallo multiorgánico provocado por una insuficiencia renal. Yo no lo vi morir pero un colega estadounidense firmó el certificado de defunción y me consta que el tipo estaba muerto y bien muerto. Pues bien al cabo de unos días todo el mundo me decía que lo que veían por la calle. Vivo, o casi. Por unos minutos no me lo encontré yo mismo: acababa de irse de un bar en el que entré. Allí todo el mundo cree en los zombis. Es el único lugar del mundo en el que a los familiares no es que no les importe que hagas la autopsia a un muerto sino que te lo agradecen efusivamente. Incluso hay moribundos que te dicen. ‘Cuando muera, sáquemelo todo’. Para que no te conviertan en zombi, claro”.

Gwen Mellon con un pequeño paciente, en Haití.
Gwen Mellon con un pequeño paciente, en Haití.

Tomábamos un café junto al diario y la atmósfera pareció llenarse de efluvios de candomblé y macumba, incluso me pareció ver en un rincón en el suelo un muñeco atravesado por alfileres, pero era una servilleta de papel arrugada. El camarero que nos retiró las tazas para que estuviéramos más cómodos era igualito al Barón Samedi, el enterrador, el loa vudú guardián de los cementerios. Hay que ver cómo me lo estaba pasando. Ollé, entre cuyas aventuras se cuentan que le pegaran un tiro en Misisipí y sufrir un coma cerebral por la malaria en Uganda, se inclinó sobre la mesa. “He visto a gente bailar sobre las brasas sin dolor ni rastro de quemaduras. Y a una mujer sobre un muro de espinas. Probablemente es la sugestión, el poder de la mente sobre el cuerpo. Ayudan los tambores, el ron…”.

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Los creyentes del vudú se sienten poseídos, “cabalgados”, por los loas, los dioses sincréticos de divinidades yorubas y santos católicos que en otros ritos se conocen como orichas. En Haití hay verdadero pavor a que los brujos, los bocors, te conviertan en zombi. En Amanecer Vudú, la estupenda recopilación de relatos de horror y brujería afroamericana que hizo Jesús Palacios (Valdemar,1993), y que incluye el relato de Inez Wallace Yo anduve con un zombi, que dio pie a la película (tras mezclar la historia original con Jane Eyre) y otros clásicos como Zombi blanco, de Vivian Meik, y Madre de serpientes de Robert Bloch, se cuenta que el Código Penal de Haití califica de intento de asesinato inducir un coma letárgico en una persona con el empleo de cualquier tipo de sustancias. Si después de haberle administrado tales sustancias la persona fuera enterrada, continúa el texto, “el hecho será considerado asesinato sin tenerse en cuenta el resultado que se derive de ello” (el subrayado es mío).

Comenté con Ollé lo que me explicó una vez el etnobotánico Wade Davis de que el coup de poudre que se usa para zombificar a alguien (inducirle un estado cataléptico y luego convertirlo en sirviente sin voluntad) pudiera ser la tetradotoxina (TTX) del pez globo o el estramonio, que se conoce en Haiti precisamente como cocumbre zombie, pepino zombi.

Entonces Ollé empezó a hablarme del doctor y filántropo William Larimer Mellon jr. y su esposa Gwen, que fueron buenos amigos suyos y con los que trabajó en Haití curando tuberculosos, entre otras cosas. Mellon, de una familia de millonarios de Pittsburgh, consagró su fortuna a montar y hacer funcionar un hospital en Deschapelles en el valle Artibonite al norte de Port-Au-Prince. Lo hizo tras conocer a Albert Schweitzer, con cuyo nombre (y bajo su impulso) bautizó el centro, y estudiar la carrera de médico ¡a los cuarenta años!. A mí me pareció que Mellon y su bella esposa tenían un aire de los protagonistas de I walked with a zombie, y esperé una historia acorde. Aunque no hay serpientes venenosas en Haití, sí que hay tarántulas. Por no hablar de que Mellon había sido agente de la OSS durante la II Guerra Mundial. Pero Ollé iba por otro rumbo. Me relató la increíble labor de la pareja. El doctor Mellon pasó 35 años en Haití y murió en su propio hospital. Luego, en la biografía de los Mellon (Song of Haiti, de Barry París, 2000) leí que Mrs. Mellon, aunque consideraba el vudú parte de la vida cotidiana, no estaba de acuerdo con un doctor al que oyó decir: “Estamos aquí para combatir el vudú”. Le atajó: “No, estamos aquí para luchar contra la malnutrición y el analfabetismo. El vudú no es nuestro enemigo, lo son la mala salud y la mala educación”.

Los Mellon y su equipo, entre ellos Ollé, no acabaron con los zombis, pero erradicaron el tétanos, entre otros milagros, como lograr que la esperanza de vida en la zona pasara de 30 a 53 años. Empecé a entender que la historia de Ollé, el vital, impaciente, caótico Ollé, tan fiel a Montaigne (“No hago nada sin alegría”), era otra. Sus aventuras eran otras. No hay héroes de acción, escribió una vez Schweitzer, solo de renunciación y sufrimiento, pero pocos de ellos son conocidos, e incluso esos no por la multitud sino por unos pocos. “¿Mordeduras de serpiente? ¿Dentelladas de león? ¿Zombis? Olvídalo Jacinto. Lo que amenaza a mis pacientes en Haití, en Djibuti, en Mali, en Etiopía, a Boané, Odet, Antony, es una miseria absoluta que les devasta el cuerpo y la mente”.

Escuché sus historias, más conmovedoras aún porque las explicaba sin añadirles dramatismo. Y comprendí que, efectivamente, antes de despertarlo con la sal de la humanidad de sus relatos (es sabido que los muertos vivientes no pueden ingerirla sin tomar conciencia de su estado), Ollé había caminado con un zombi: era yo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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