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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

18 meses no es nada

Por ausencia de racionalidad y sentido de la realidad, el secesionismo pisó a fondo el acelerador. Pero eso va a tener un coste en credibilidad institucional, competitividad económica y legitimidad política

Al constatarse ya explícitamente el fracaso del proceso secesionista se dará un escenario en el que la sociedad catalana va a estar más aún en suspenso, ante dos opciones que son sustancialmente contrapuestas. Queda un espacio indefinido para terceras opciones todavía poco sedimentadas, por ahora carentes de vigor programático y liderato creíble. Es un panorama de desperfectos. La pregunta es qué disposición habrá para recomponer un escenario político de consistencia o si la sociedad catalana irá adentrándose en un paisaje de fragmentos. Sería muy constructiva una política ecuánime y magnánima. Las formas de vida en común, en su mejor momento, tienen los rasgos de una conversación. Así las sociedades conciertan sus acuerdos y sus desacuerdos, con la ley para arbitrar sus conflictos.

En un breve ensayo sobre ética y política, Alasdair MacIntyre advierte de los dos males que pueden perturbar la gestión de los conflictos. El primer mal es el de la supresión, por pensar que uno ha evitado el conflicto privando a una de las partes de los medios para expresar sus argumentos. El segundo de los males posibles es el de la ruptura, el de un tipo de desacuerdo que destruye la posibilidad del consenso necesario para tomar una decisión compartida. De ahí, razona MacIntyre, que en ocasiones uno de estos males sea producido por quienes están tratando de evitar el otro. Es decir: que la perspectiva de la ruptura lleve a la supresión o que el temor de la supresión genere actitudes que llevan a la ruptura.

Para evitar las tentaciones de la supresión o la ruptura están de más las proclamaciones de intransigencia lingüística, la negación de la realidad social tan plural o un lenguaje maximalista que de modo grotesco contrasta con la creciente falta de confianza en la idea de una Cataluña independiente. Pocos políticos nacionalistas sostienen en privado que no sea necesario hacer marcha atrás o por lo menos poner en punto muerto el proceso que de modo tan incompetente inició Artur Mas y que el actual presidente de la Generalitat sigue postulando, con matices contradictorios y para un plazo de dieciocho meses. Tan solo al búnker independentista y sus altavoces digitales se les ve dispuestos a seguir apostando por la desconexión.

¿Cómo reiniciar aquella conversación pública que mantuvo a Cataluña en niveles muy razonables de estabilidad y coherencia? Como en toda España, los casos de corrupción han causado estragos. Son el peor decorado cuando una sociedad intenta recuperarse de una crisis que ha dejado a tantos ciudadanos en el desempleo, ha destruido tanto ahorro y ha dejado maltrechas las clases medias. Además, en Cataluña la iniciativa secesionista ha acabado en una polarización larvada, con una sociedad dividida entre quienes desean irse de España y quienes no desean la desconexión.

En realidad, ¿qué garantías ofrece un futuro Estado? Sin estadistas, ¿cómo construir estructuras de Estado? La célebre escena de fusión entre Artur Mas y aquellos representantes de la sociedad civil queda muy atrás. Ahora la movilización está en manos de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y de los activistas de la CUP. Mientras tanto, van prosperando las empresas start-up, se crean nuevos clusters, universidades como la Pompeu Fabra se sitúan en el ranking internacional y la innovación tecnológica sigue en alza. Cada vez con mayor evidencia, esta es la Cataluña más real frente a una entelequia soberanista de incierta dimensión europea.

Por ausencia de racionalidad política y sentido de la realidad, el secesionismo pisó a fondo el acelerador. Y dentro de dieciocho meses, ¿qué? Todo eso va a tener un coste, en credibilidad institucional, en competitividad económica, en legitimidad política, en la relación con el conjunto de España, en puro y simple cansancio. Y sobre todo, pérdida de autoestima, desconfianza en la vida pública, con nuevos absentismos y desapegos. Era previsible que, entre tantas otras versiones y de mayor rigor histórico, dar preferencia institucional a la interpretación victimista de 1714 en lugar de aprovechar al máximo las oportunidades del siglo XXI también saldría caro. Las claves del futuro son una incógnita radical. No sabemos hasta qué punto seguirán en activo los sectores independentistas, si quedarán en stand by, si se van a trasladar a otras formas de emocionalidad reivindicativa en forma de populismo o si adoptarán el objetivo de una renovación de lenguaje nacionalista regresando a la tesis de tomar parte en la gobernabilidad de España.

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Valentí Puig es escritor

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