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Café de Madrid

Intimidad pública

Con esta onda de los teléfonos inteligentes me siento incluido en apasionantes intimidades ajenas

Jorge F. Hernández
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No logro acostumbrarme a caminar entre personas que van hablando a solas; ya sé que —a diferencia de los dementes de antaño— los parlantes de hoy llevan audífonos que revelan su estado de conversación. No son soliloquios, sino conversaciones telefónicas que simplemente no pudieron aplazarse y se realizan a la vista y oídos del mundo. Parecería que hay muchos personajes al habla que en realidad están fingiendo: el que farda millones o la que finge cortejos amorosos quizá para impresionar al incauto prójimo o, como me sucede a menudo, hay quienes van hilando unos cuentos dignos de antología a los que simplemente no puedo dejar que se alejen. Confieso que he seguido a prudente distancia a la señora que iba narrando paso a paso los engaños de su cuñada y que he bajado del autobús (a 10 calles de mi destino) para no perderme el desenlace de una historia hilarante donde un camarero narraba al vacío las tribulaciones y pendencias de una paella que acababa de servir para un grupo de turistas japoneses.

Se supone que la intimidad es una suerte de espacio espiritual privado, una compacta neblina reservada de una sola persona o grupo, y según la Real Academia, de manera especial en las familias, pero con esta onda de los teléfonos inteligentes en este mundo tan lleno de tonterías me siento incluido (o, por lo menos, involuntariamente considerado) en apasionantes intimidades ajenas. Aunque fingíamos sordera o intensa concentración en el paisaje, por lo menos 11 pasajeros del autobús de ayer íbamos ardientemente prendidos con la minuciosa enciclopedia erótica que iba lentamente verbalizando una rara dama, muy maquillada, que hablaba en voz alta sobre los envidiables laberintos de su erotismo y, de paso, revelaba síntomas precisos sobre la sexualidad de su pareja. Estuve a punto de preguntar cosas que me resultaban incomprensibles, pero me abstuve por vergüenza (más por la concurrencia, que por la tentadora perversa que parecía gozar con sus miradas insinuantes su raro tipo de voyeurismo).

Donde sí la regué fue durante un largo recorrido nocturno donde un joven pasajero —sentado a mi lado— no tuvo empacho en compartir la conversación en la que se desvivía por pedirle perdón a quien supuse que era su novia (a mi parecer, necia e injusta, cruel y ciertamente abusadora). El joven le hablaba —sin reclamo, pero con lagrimitas— de los regalos que le había hecho y de una vieja infidelidad que él había perdonado cuando eran estudiantes. Viendo que llevaba las de perder, pedí la parada, me levanté y me metí en el rollo, sugiriéndole “Dile que la amas”, a lo que otro pasajero (un adormilado anciano que viajaba en un asiento pegado a la puerta) me respondió: “¡Si estoy hablando con mi sobrino, joé!” y me remató con un “¡Metiche!”.

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