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El correo del zar
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sable de Corso

Jacinto Antón

Llegó a la Redacción en una gran caja alargada de cartón. Ya se veía que no eran libros. Pitó con intensidad al pasar el detector de metales. Lo desembalé —casi podría decir que lo desenvainé— con manos temblorosas por la excitación. Era un sable magnífico, ¡un pedazo de sable! Todas las miradas se apartaron de las pantallas al ver cómo lo esgrimía, lo levantaba por encima de la cabeza, paraba, fintaba y tiraba feroces tajos al aire. El arma pasó de mano en mano y nos alegró —peligrosamente en algún caso— la tarde. Era un regalo de un buen amigo —pongamos que se llama Corso—. “Es una pieza recia, de verdad, para luchar, para dar sartenazos a caballo, no para posturitas”, me explicó luego. “Un sable de combate, chaval”.

Es cierto que daba miedo verlo. Con su patina oscura y las marcas evidentes de haber sido usado en batalla. Melladuras en el filo. No costaba imaginarle una historia de arrojo y violencia. Pero, por si acaso, el arma venía acompañada de una ficha: “Sable de caballería modelo 1860, fabricado en Toledo en 1870, cazoleta de acero curva a la prusiana que sustituyó al modelo de gavilanes a la francesa de 1840. Hecho para tajar en choques de caballería, ha sido uno de los sables más sólidos y veteranos de la caballería española. Es el sable que usaron los jinetes españoles en los campos de batalla de la tercera guerra carlista, la guerra de Filipinas y la guerra de Cuba” (anoté mentalmente que no eran conflictos muy esperanzadores). “Un sable glorioso y lleno de historia”. Me pregunté si merecía yo un arma así y, no menos angustiosamente, dónde iba a ponerla.

Al acabar la jornada me llevé el sable a casa en la moto, deseando por una vez que me parara la Guardia Urbana. Se iban a enterar los esbirros del cardenal. En casa intentaron atemperar mi entusiasmo sin conseguirlo. “Un sable, justo lo que nos hacía falta”. Me pasé la cena emulando a Feraud y pronto me dejaron solo. Tras muchas pruebas coloqué el sable junto a mi réplica de la Victoria Cross (VC) y el salacot modelo Omdurman. Quedaba de cine. En un momento de inspiración fui al dormitorio a coger el Smith & Wesson de mi abuelo, regresé al salón, me puse el salacot, me coloqué la medalla, empuñé el revolver en una mano y el sable en la otra. Era la reproducción viviente exacta del monumento a Walter Hamilton (VC) que se exhibe en el Museo del Ejército de Chelsea.

Hamilton fue trinchado por los afilados tulwar de los ghazis afganos en la defensa de la Residencia de Kabul en 1879. La estatua muestra al bravo teniente de los Guías instantes antes de que lo hicieran pedazos, pedazos heroicos, eso sí. Un ejemplo de resolución y coraje. Observé mi reflejo en la puerta de la terraza. Daba el pego. Parecía la materialización de un poema de Kipling. Pasé un buen rato inmóvil en la noche silenciosa creyéndome capaz de afrontar cualquier cosa, incluso el día siguiente, mientras el viejo sable refulgía, irradiando valor.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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