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OJO DE PEZ
Crónica
Texto informativo con interpretación

Clase de guisantes

Es el paisaje rural en píldoras, la síntesis oportuna para la apoteosis de la primavera en boca

La llegada de los guisantes siempre fue un acontecimiento, una celebración.
La llegada de los guisantes siempre fue un acontecimiento, una celebración.Tolo Ramón

Nunca nada será igual en los usos y la mentalidad de un comensal —infantil o maduro— al reconocer interés o curiosidad por los guisantes. Descubrir el abanico de sorpresa, sabor, textura, ecos y sutilezas de esas minucias verdes en dispersión suscita generalmente pasión, cierta adicción.

El paladar con su caja de resonancia se abre a una complicidad efímera de los bocados. La revelación que para unos es conversión resulta desdén entre los objetores disidentes, que son bastantes.

Los granos del fruto, perla, semilla, casi crudos, suelen resultar finos y curiosos en la mesa, poco castigados al fuego, sin necesidad de mucho condimento. Se alían bien y aceptan pescado, carne, vegetales, huevos, pasta, arroz, caldo y se sacrifica en puré.

Los guisantes son una expresión certera porque resumen los más delicados sabores vegetales

Es el paisaje rural en píldoras, la síntesis oportuna para la apoteosis de la primavera en boca. El cultivo y la cosecha suceden en el momento adecuado, al final de los rigores del frío.

Figura en los códigos gastronómicos tradicionales, en los recetarios populares y en las revelaciones de la alta cocina. Parece un sacrilegio evitar las ofrendas de la planta de temporada que agota el sol del verano y queman los vientos y heladas de tantos meses de poca luz. La llegada de los guisantes, siempre, fue un acontecimiento, una celebración. Fascinan, en su variedad, porque anticipa y sugiere una posición de alegría.

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¿Qué fueron antes los guisantes o las sepias? ¿O las empanadas de Pascua? ¿Y en la greixera llegó antes el huevo, las alcachofas o ese caviar verde?

Los guisantes rehogados cocinados en su propio jugo/agua, son una exquisitez. Las madres, tías y abuelas cocineras celebran sus homenajes familiares: panades, greixeres, pèsols ofegats. Pulso, ojo, memoria y paciencia.

Hay guisantes de hervir, tirabeques, que se usan y comen con su vaina frágil y sabrosa y que son parte central de un puñado de platos y complejas preparaciones.

El descubrimiento de una de las mejores versiones de la sobrasada posiblemente apareció al adjetivarla para envolver con su esencia los granos sueltos, en las cazuelas de barro, las sartenes. La sobrasadas (poca) y los guisantes (muchos), capturados y cocinados en las cajas de las empanadas monográficas, suelen ser un festín. La sobrasada, poco castigada por el calor, algo disuelta en su grasa, con un punto de amargor por el pimentón asado, evita la dictadura suave de la leguminosa, generalmente dulzona.

Caviar verde fue referido aquí el manjar que marca las pistas de los días largos y el sol del verano. Es un acontecimiento la aparición en la mesa y los mercados litorales mediterráneos.

Los minúsculos frutos protegidos triunfan en sus distintas y variadas elaboraciones (en soledad), ahogado con sepia, oculto en rellenos de entidad (panadas) en distracción de arroces o caldos.

Es festejado con el deseo que mueve los momentos capitales de las rutas culinarias, en el paso de los menús domésticos y los eventos exteriores.

Los guisantes son una expresión certera porque resumen los más delicados sabores vegetales, de la huerta en sus exquisiteces. Crecen ocultos, envainados, cuales perdigones idénticos y son usados en guarnición o compañía —en ese lenguaje también militar— que contamina el relato.

Los distintos nombres que se les da en Mallorca en pocos kilómetros no desconciertan la identidad territorial: guisantes, pèssols, chícharos, pintxos, estiragrassons.

Ahora les llaman asimismo lágrimas en un intento de sublimación de la belleza comestible, de la emoción.

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