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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desnudar a los políticos

Es inquietante que la transparencia se use para tergiversar y deteriorar la imagen de los políticos.

Milagros Pérez Oliva

Hace tiempo que estoy radicalmente convencida de las bondades de la transparencia como instrumento para luchar contra el abuso de poder y la corrupción. Y sin embargo, de repente me he encontrado preguntándome: ¿era esto lo que queríamos realmente? ¿Hasta dónde debe llegar la transparencia? Sigo pensando que es indispensable abrir a la mirada de los ciudadanos los procesos de decisión política, y también que es bueno poder seguir la evolución del patrimonio de los políticos mientras están en el cargo. Pero resulta inquietante que la transparencia pueda utilizarse, no para fiscalizar al poder, sino para fisgonear, tergiversar y deteriorar la imagen de los políticos.

Algo de eso hemos visto tras la publicación del salario y patrimonio de los 41 concejales del Ayuntamiento de Barcelona, que acaba de estrenar portal de la transparencia. Y también con la publicación de los bienes de los nuevos diputados de Podemos tras las elecciones del 20-D. No es casualidad que en ambos casos hayan sido cargos electos de izquierda los que con mayor intensidad —y saña, diría yo— han sido objeto de escrutinio.

Se ha especulado mucho sobre el hecho de que la alcaldesa Ada Colau “solo” tenga 4.239 euros ahorrados, lo que para unos es un mérito y para otros un demérito. El dato ha propiciado todo tipo de especulaciones cuyo único objetivo era arrojar una sombra de sospecha sobre la incómoda alcaldesa. Algo parecido ha ocurrido con el patrimonio declarado por Pablo Iglesias, al destacarse como algo anormal que “ha duplicado” sus ahorros en poco más de un año y que estos asciendan a 112.000 euros. Curiosamente, quienes se han escandalizado no han encontrado reparos en ingresos similares o superiores de otros diputados afines ideológicamente, alguno de ellos ganados gracias a sus conexiones políticas. Al final, pensaba, la transparencia servirá para demonizar a los políticos que más la defienden y más han hecho por implantarla tras décadas de opacidad.

Pero todo esto no es solo fruto de nuestra particular idiosincrasia. Tiene que ver también con una tendencia general, altamente preocupante, que Byung-Chul Han describe en su libro Psicopolítica (Herder, 2014). Creo que son ya varias las veces que he citado —y recomendado— a este filósofo de origen coreano formado y afincado en Alemania. En Psicopolítica aborda precisamente el papel de la cultura de la transparencia en la sociedad del rendimiento que caracteriza el modelo neoliberal. “La transparencia que hoy se exige a los políticos”, escribe, “es todo menos una reivindicación política. No se exige frente a los procesos políticos de decisión (...). El imperativo de la transparencia sirve sobre todo para desnudar a los políticos, para desenmascararlos, para convertirlos en objeto de escándalo. (...) La sociedad de la transparencia, poblada de espectadores y consumidores, funda una democracia de espectadores”.

Publicar la declaración de la renta supone mayor grado de transparencia, pero no de control de los procesos de decisión. Y por supuesto, quienes defraudan y cobran comisiones no suelen declararlo al fisco. El dinero negro que repartía Bárcenas entre los cargos del PP no figuraba en sus declaraciones. Y tampoco los viajes de placer que con cargo al erario público hacían prominentes miembros del poder judicial.

Mientras eso ocurre, hemos visto cómo se convertía en un gran escándalo que la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, gastara 4.000 euros en unas “vacaciones de lujo” “mucho más caras que las de Rajoy”, como si la alcaldesa, como cualquier otro ciudadano, no tuviera derecho a gastar el dinero honradamente ganado en lo que le venga en gana. Esta forma de pasearse por la intimidad de los políticos, que hace solo unos años hubiera sido considerada intolerable, tiene que ver con la cultura de la transparencia total que las nuevas tecnologías propician.

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El nuevo orden exige que la gente vuelque sin pudor sus intimidades en la red, y muestre lo que hace, consume y piensa. Cuando la transparencia total se convierte en exigencia social, apelar a la privacidad se convierte en algo sospechoso. Y defenderse de las intromisiones, doblemente sospechoso. Algo esconderá. El Gran Hermano que vigila y amenaza desde el poder es ya un mito del pasado. Ha sido sustituido por el Big Data en el que todos están expuestos, pero nadie se siente vigilado porque lo hacen voluntariamente. Por eso se considera legítimo fisgonear en la vida de los políticos, escudriñar sus bienes, saber con quién se acuestan y cómo pasan sus vacaciones. La cuestión es desnudarlos.

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