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Reconstruir la política

La política democrática no puede ser un ejercicio de resistencia en el poder

Josep Ramoneda

1. Siempre he pensado que en una cosa Freud tuvo más razón que Marx. Ambos acertaron al analizar la sociedad —Marx— y el individuo, en su construcción como sujeto —Freud— desde el conflicto: la lucha de clases; los desgarros internos que genera el proceso de socialización —de entrada e incorporación al mundo, es decir a la relación con los demás— en cada uno de nosotros. Pero Marx, creyó que la superación del conflicto era posible. Mientras que Freud entendió el conflicto como constitutivo del sujeto y, por tanto, no se planteó superarlo sino domesticarlo, buscar los modos de compensación y reconstrucción de los equilibrios básicos.

La conflictividad es esencial en la política democrática. Y no sólo en ella: sin conflicto no hay progreso. La democracia nos provee de mecanismos para encauzar los conflictos y para desactivarlos a menudo a partir de la sublimación por la palabra. Los problemas se metamorfosean, nunca se superan definitivamente. La idea de superación definitiva es totalitaria. Cuando cayó el muro de Berlín el liberalismo conservador cayó en la fantasía de la superación del conflicto y se anunció el fin de la historia. Por unos momentos, se pretendió que, por caminos distintos, se alcanzaba la fantasía marxista de la superación de la política por la administración de las cosas. La guerra de los Balcanes y el 11-S pusieron violento final a la ilusión. Y quedó, sin embargo, de aquel episodio una fábula tecnocrática, que pretende imponer la gestión técnica cómo horizonte absoluto, en nombre del hombre económico autosuficiente como valor absoluto y la competencia a muerte como condición determinante, despreciando así las ideas y los sentimientos que contribuyen tanto o más que los intereses a la configuración de las comunidades humanas.

El desprecio de Rajoy por la política ha gripado definitivamente el régimen, con la complicidad por omisión de un PSOE acomplejado 

Esta tecnocracia se ha convertido —y las instituciones europeas sufren de ello— en una teocracia al servicio del dios mercado. Durante un tiempo se ha creído que la política debía asumir un papel estrictamente ancilar, de garante de la seguridad pública y jurídica. Ahora Europa sufre las consecuencias de este delirio. Se ha querido creer que ya no existían problemas políticos, sino solo de gestión económica. Una lógica que conduce inexorablemente al autoritarismo posdemocrático.

2. Las fracturas de la crisis han roto esta fantasía. Los ciudadanos pueden caer en la indiferencia en tiempos en que parece que todo es posible. Pero cuando la realidad aprieta se acuerdan del Estado. Y cuando lo ven tan ajeno a su suerte, se indignan. Esta vez la indignación, que algunos resabiados dicen que es respetable moralmente pero que no hace política, se ha traducido políticamente. Y el escenario ha cambiado. Los resultados del 20-D, como las del 27-S en Cataluña, lo que piden es la reconstrucción de la política. Al independentismo y a los movimientos sociales que han dado lugar a Podemos y compañía, tan denostados desde todos los pilares del viejo régimen, debería agradecérseles que hayan contribuido al retorno de la implicación de los ciudadanos en la política. Pero se conoce que para algunos el pueblo es un estorbo.

Costará reconstruir la política en España después de esta inacabable mayoría absoluta del PP. Puede que, finalmente, Mariano Rajoy sólo pase a la historia como el presidente que no fue capaz de dimitir por el caso Bárcenas. Pero su desprecio de la política ha gripado definitivamente el régimen, con la complicidad por omisión de un PSOE acomplejado, paralizado por el trauma del catastrófico final de Zapatero. Sólo ahora, gracias a la determinación de Pedro Sánchez, que ha cogido por sorpresa a más de uno, parece empezar a salir de su letargo. La política democrática no puede ser un ejercicio de resistencia en el poder, como la ha entendido siempre Rajoy, que no ha ofrecido expectativa alguna a la sociedad y ha renunciado a afrontar los grandes problemas —como la gran fractura social, como el independentismo catalán— dejando que el tiempo los resolviera, mientras no dejaban de agrandarse. Y sigue parapetado en el sectarismo, la arrogancia y el sentido patrimonial del Estado, sin voluntad alguna de interlocución y de pacto: o me votan a mí o el PP votará No a cualquier otro. En las negociaciones de estos días nos jugamos pasar esta página, para que la ciudadanía pueda sentir la política como propia, como instrumento para hacer valer el poder que se le niega.

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