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Oda a El rastro

El escritor Andrés Trapiello repasa la historia de El Rastro en dos charlas en la Fundación Juan March

Andrés Trapiello, durante su conferencia.
Andrés Trapiello, durante su conferencia.gorka lejarcegi

Cada domingo por la mañana, una horda de vendedores ambulantes, juerguistas, turistas, coleccionistas, pícaros y nostálgicos se reencuentra en la Ribera de Curtidores para vender (o revender), comprar o curiosear. “El Rastro es muchas cosas pero, sobre todo, es el lugar al que la gente va, aunque no lo sepa, a buscar su pasado, aunque crea que va a por algo concreto que necesita: la pelota que perdió de niño, su primer tebeo. Y es un encuentro muy grato, porque aunque no se lleve a casa nada, sabe que lo deja en las mejores manos, las del tiempo”, dice el escritor Andrés Trapiello (León, 1953), quien ayer dio en la Fundación Juan March la primera de las dos charlas que ha preparado sobre el mercadillo madrileño con 500 años de historia (la próxima será el 15 de diciembre).

Trapiello lleva cuarenta años visitándolo cada semana y ahí se ha comprado desde un plato y un vaso, pasando por un bastón y unos lápices, hasta varios “libros raros.” En cuatro décadas, cómo no, ha visto también situaciones exóticas. En otra ocasión se encontró con “la taza de un retrete con un boquete inmenso, de obús.”

Situado en una de las zonas más castizas de la ciudad, el origen de El Rastro se remonta al siglo XV, cuando una fábrica de salitre y otra de tabaco, además del matadero, atrajeron la proliferación de diversos oficios que se iban asentando en la zona, como zapateros, tejedores y curtidores. Durante el traslado de las reses hasta las curtidurías se dejaba un rastro de sangre que fue el que dio origen al nombre del mercadillo. El trasiego de gente alrededor favoreció la venta ambulante.

Con el paso de los años, cambió la fisonomía de los puestos, se prohibió la venta de alimentos y de animales vivos y comenzaron a proliferar los muebles usados, herramientas, revistas, cromos, estampas, libros y discos usados, antigüedades y otros objetos curiosos (y no de segunda mano), ofrecidos a gritos con frases ingeniosas como “¡me lo quitan de las manos!; ¡vaya bragas que traigo, niña!; ¡melones de Tomelloso...para que el marido se ponga hermoso!; y ¡venga niñas, que si compran hay piropo!”

En el Salón de Actos de la Fundación madrileña, el autor de Los Confines (Destino) sostuvo que “El Rastro es una metáfora del viaje de la muerte a la vida, cruzando ese puente tan frágil que llamamos tiempo. De que todo es más interesante con pasado, también los hombres y las mujeres, por supuesto.” En los últimos 15 años, el también poeta y novelista ha hecho unas 2.500 fotografías del ambiente y de las personas que atiborran la cuesta de la Ribera de Curtidores todos los domingos y ha seleccionado las 60 más representativas con la intención de incluirlas en un libro. “Sólo siento no tener más fotos de gente”, añade, “porque la gente ahora ya no se deja fotografiar tanto como hace cuarenta o cincuenta años.”

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