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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El caso Mas

El poder simbólico de la Generalitat es grande y un aspirante a presidente no puede mercadear con su autoridad. Queda fuera de toda lógica el grado de humillación ante las exigencias de la CUP

Josep Ramoneda

Cada día que pasa me resulta más difícil entender al presidente Mas. Dicen de Artur Mas que es un hombre marcado por la maldición de los detalles. Así perdió la presidencia de la Generalitat, primero contra Maragall, después contra Montilla, y ahora vive en vilo desde que se le esfumó el diputado número 63. A pesar de la frustración, consiguió superar la travesía del desierto de los años del tripartito, y se tomó la revancha en 2010. Por fin, alcanzaba la recompensa suprema. Para significar la ruptura con el populismo pujolista, se presentó como amigo de los negocios, “uno de los nuestros” para el mundo empresarial, y se instaló en la ortodoxia de la austeridad, en complicidad con el PP. Hasta que en septiembre de 2012 tuvo su particular caída del caballo, deslumbrado por la fulgurante manifestación de aquel 11-S y por el no de Rajoy al pacto fiscal.

Empezaba un Artur Mas distinto: el líder del nacionalismo conservador se ofrecía como mesías del movimiento que debía llevar al país a la libertad, en unas elecciones que no le plebiscitaron. A pesar de ello, se le esperaba donde siempre: subiendo el tono de las exigencias, para acabar negociando algunos apaños; dosificando las dosis del discurso soberanista para mantenerlo bajo control; y sobre todo garantizando el status quo. Nadie se podía imaginar que aquel ejemplo de moderación se convirtiera en un agente subversivo. Este cambio, me lo hizo simpático. Mientras la izquierda social saltaba a la política y se hacía rápidamente reformista, Mas y sus aliados entraban en la vía de la ruptura. Cuando el proceso ha encallado, Artur Mas ha perdido el sitio. Ya fue una señal de debilidad no encabezar la lista electoral de Junts pel Sí. El poder simbólico de la Generalitat es grande y un aspirante a presidente no puede mercadear con su autoridad. Pero lo que queda fuera de toda lógica es el grado de humillación con el que se ha autoflagelado ante las exigencias de la CUP.

La lógica de una organización revolucionaria no es la misma que la de un partido convencional, que, a pesar de su aventura rupturista, sigue pensando en términos institucionales. Con sano sadismo, la CUP está sometiendo a Artur Mas a la tortura de una negociación interminable que le degrada día a día. Aun si hubiera acuerdo —y Mas cree que lo habrá— el presidente quedaría tocado y la institución también. ¿Por qué no renuncia Mas? Descarto la interpretación más generalizada, la que habla de una huida hacia adelante para dejar atrás la herencia del pujolismo y encubrir posibles implicaciones en materia de corrupción. Si este fuera el objetivo, le habría sido mucho más rentable seguir el ejemplo de su predecesor: pactar la impunidad con Madrid a cambio de garantizar el control del independentismo. No se olvide que el caso Pujol estalló por la presión de sus hijos más que por la acción de las instituciones españolas. ¿Por qué está dispuesto a lo que sea antes de renunciar a ser presidente? ¿Por una cierta mitología del martirologio? ¿Quiere que sean las instituciones españolas las que le echen?

No se olvide que el caso Pujol estalló por la presión de sus hijos más que por la acción de las instituciones españolas

Creo que todo es consecuencia de una estrategia de aceleración que ha provocado un brusco frenazo en el proceso. Se creyó que la velocidad favorecería la acumulación de fuerza electoral. Y la dinámica de arrastre no ha sido suficiente. Desde el 9-N de 2014 sabemos que los números no alcanzan. Y, en 2015, se ha vuelto a confirmar. Se quiso hacer muy de prisa algo que necesita mucho tiempo: alcanzar un porcentaje de votos que dé al independentismo la razón moral que ahora no tiene.

Artur Mas puede alardear de que bajo su mandato las clases medias nacionalistas se hicieron independentistas. Pero no es suficiente. El soberanismo tiene que volver a lo que más consenso genera: el referéndum. ¿Qué necesidad tiene el presidente de dejar a diario jirones de autoridad y prestigio en una negociación desigual, porque unos se juegan mucho y los otros muy poco? ¿Qué sentido tiene una presidencia demediada para un presunto proceso de desconexión de dieciocho meses que todos sabemos, y los propios protagonistas lo dicen, que no es posible que llegue a puerto? Un país se hace grande haciendo política, no jugando a hacer política.

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