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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El silencio de los tesoreros

Con sintomática coincidencia, todos se aferran a la táctica de la negación de la evidencia a toda costa, como el cónyuge del cuento, sorprendido en flagrante infidelidad

José María Mena

La corrupción política no es un acontecimiento ocasional y extraordinario que ocurrió hace tiempo, del que ahora nos llega la noticia a remolque de la tardía intervención judicial. Es una práctica antigua, pero permanente. No es localizable solamente en un lugar ni ámbito administrativo. Aunque la mayoría de los gestores y funcionarios públicos son honestos, la corrupción puede brotar, como las setas, en cuanto haya espacios de decisión política con trascendencia económica relevante. Y brota, de hecho, en áreas de decisión internacionales, estatales, autonómicas y municipales.

Las prácticas de corrupción política son prácticas delictivas, como las de los demás delitos contra el patrimonio, como las estafas, defraudaciones, encubrimientos, falsedades o blanqueos de capitales. Como en todos estos delitos económicos, en los de la corrupción política hay delincuencia a gran escala y pequeños delincuentes, de escasa complejidad operativa y moderado alcance económico. La corrupción política a gran escala tiene todos los caracteres criminológicos de cualquier otra organización criminal: Proyecto delictivo de lucro ilegal permanente o duradero; estructura compleja y jerarquizada con división de funciones; utilización de las estructuras e instituciones legales para mantener apariencia de licitud; paraísos fiscales; aseguramiento y distribución del botín. En la cúspide hay altos responsables de la Administración pública y de la gestión financiera privada, concertados en su propósito delictivo, y amparados en la coartada de su privilegiado estatus político o social, que siempre consideran inexpugnable e inagotable. En la estructura del organigrama están los empleados públicos y privados, tesoreros, expertos de élite, testaferros, oficinistas, e incluso víctimas cómplices, siempre conocedores de la trama, atrapados por su mayor o menor participación en los beneficios, o por su simple permanencia en el negocio o empleo. Todos comprometidos en la prosecución de las actividades corruptas, en mantener la apariencia de normalidad legal y, sobre todo, en el imprescindible silencio. Porque las organizaciones criminales duran lo que dura ese silencio. En cuanto alguien de la estructura se decide a romper el silencio, a cantar, se desmorona el negocio. Y no está claro si se desmorona cuando empiezan a cantar o si, más bien, cantan cuando empieza a desmoronarse.

Se premia la confesión, aunque sea una confesión sin arrepentimiento, para obtener una rebaja penal, y tardía, hecha cuando el proceso ya está en marcha

Sin embargo, no existe experiencia de que ningún capo o alto responsable de una organización criminal, o de una trama de corrupción a gran escala, hayan cantado confesando sinceramente la totalidad de sus fechorías. Cuando parece que confiesan parte de lo que saben, aunque sea para eludir mayores responsabilidades, están intentando distraer, ocultar, tergiversar o encubrir. Esto es, probablemente, lo que hizo el viejo Pujol, que ahora hemos sabido que siempre mintió, incluso a su Parlament. Solo cuando no son altos responsables, sino subalternos, pueden llegar a traicionar a sus jefes para no hundirse con ellos. O sea, o cantan poco porque lo saben todo, o cantan todo porque saben poco.

Las leyes fomentan la ruptura del silencio. Hasta 1995 la confesión antes de empezar el proceso, movida por arrepentimiento espontáneo, atenuaba la pena. Desde el siglo XIX era un premio penal basado en razones morales. Pero desde 1995 lo moral importa menos que el pragmatismo. Se premia la confesión, aunque sea una confesión sin arrepentimiento, para obtener una rebaja penal, y tardía, hecha cuando el proceso ya está en marcha, cuando el montaje de la corrupción ya ha empezado a desmoronarse.

Sería razonable que los tesoreros se acogieran a esa ventaja de la atenuante por confesión tardía cuando la Guardia Civil ya está a la puerta de sus casas o de sus sedes políticas o financieras. No obstante, nunca cantan. No cantaron Naseiro ni Lapuerta. Ni siquiera cantó Bárcenas que, según las hemerotecas, durante cinco meses negó la autenticidad de “los papeles de Bárcenas”, aparecidos sin su voluntad ni colaboración. Tampoco han cantado Osácar ni Viloca. Todos ellos, con sintomática coincidencia, se aferran a la táctica de la negación de la evidencia a toda costa, como el cónyuge del cuento, sorprendido en flagrante infidelidad, formulando la inútil frase de “puedo explicarlo, no es lo que parece”.

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Pero sí es lo que parece. Los tesoreros son los administradores de las finanzas de los partidos. Cuando hay corrupción son los gestores de los negocios ilícitos, intermediarios de sus financiaciones ilegales, recaudadores irregulares o coactivos, engranaje central del capo. Lo saben todo de propia mano. Por eso, como el cónyuge infiel del cuento, no pueden dar explicaciones. Por eso no pueden acogerse a la atenuante de confesión. Por eso, como sus capos, callan.

Josep Maria Mena fue fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña

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