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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El desgaste de la marca catalanismo

Si se revela acertada la hipótesis del fin del consenso ‘catalanista’, entonces la corriente mayoritaria a favor de la independencia en las calles y en la prensa nacionalista implica una ruptura con la votación parlamentaria de tipo clásico

Desde 1886 y hasta 2012, el nacionalismo catalán se caracterizó por una línea ideológicamente ambivalente y en ello residió su éxito. Encarnaba una vaguedad expresa, que tuvo impacto en una parte significativa de los votantes. A la larga, tal orientación se adaptó, con efectivo juego de contradicciones, a las exigencias cambiantes de la política de masas. Dicha ambigüedad fue llamada “catalanismo”, una palabra que originalmente significaba un giro lingüístico catalán en castellano, o, por extensión, un estudioso de temas de la literatura o los asuntos del país pirenaico y mediterráneo.

Hacia 1880, el rico publicista y agitador Valentí Almirall, camino de la ruptura con Pi Margall, asumió el término como marca propia de su innovación política. Hombre que conocía la política norteamericana, quiso aprovechar el mismo cambio que mostró el término estadounidense Americanism, que de matiz dialectal pasó a principios del siglo XIX a significar patriotismo o adaptación a la nueva nación. En 1886, Almirall bautizó oficialmente su idea con un libro homónimo, Lo catalanisme. Su iniciativa no le funcionó personalmente, pero la idea tuvo una difusión viral. La prueba la ofrecieron quienes le desbancaron, que en 1891 fundaron la Unió Catalanista.

A partir de entonces, toda afirmación nacionalista catalana se entendió como “catalanismo”. De modo implícito tuvo significación transversal: autonomismo, regionalismo, federalismo monárquico o republicano, hasta soberanismo. El sentido subyacente era sencillo: todos aquellos que se sentían patrióticas, por encima de sus opiniones políticas más concretas (derecha o izquierda) o sus sentimientos religiosos (católico creyente o heterodoxo anticlerical), se encontraban unidos por una afinidad nacional común.

El fondo a la vez audaz y brillante del concepto era su capacidad para comunicar a la vez dos ideas ideológicas muy contrarias: la afirmación intensa del excepcionalismo catalán frente a España, pero asimismo la existencia de un proyecto hispánico que desde Barcelona volcaría y dejaría patas arriba al poder y la autoridad investidas en la capital regia, Madrid. Durante más de un siglo, este equívoco, gracias al margen de maniobra que ofrecía, se constituyó en la columna vertebral de la política catalana. Desde 1914 en adelante, permitió la existencia de un sistema político regional dentro de la política española. La alternativa a tal sistema dual, español y catalán, ha sido una dictadura centralista y militarista: la dictadura por antonomasia del general Primo de Rivera (1923-1930) y el régimen del general Franco (1936-1975). El dualismo hispano-catalán ha resultado pues de larga duración, aunque se hizo menos excepcional con la Transición democrática de 1976-1978 y la invención del Estado de las Autonomías.

A partir de 2012, se ha producido un cambio radical, como demuestran las encuestas, en el colorido despliegue de protestas masivas en las calles

En este contexto dualista, el sentimiento independentista catalán se exhibía como una opinión claramente minoritaria, con un muy reducido potencial electoral, incluso con ninguno en absoluto en el mismo marco catalán. Sin embargo, de modo visible a partir de 2012, se ha producido un cambio radical, como desde entonces demuestran las encuestas, el colorido despliegue de protestas masivas en las calles el Once de Septiembre y finalmente en las últimas elecciones.

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Hacia 1972, los polítólogos catalanes dejaron de lado la exploración de la nebulosa ideología nacionalista y establecieron un modelo de análisis basado en el comportamiento de partidos, dentro del marco del reconocimiento de la primacía de la política electoral. Lo hicieron con una perspectiva a largo plazo que se remontaba a finales del siglo XIX, lo que facilitó que los historiadores aceptaran su paradigma, a pesar de que esta metodología ignora otras presencias políticas no orientadas hacia el sufragio. El “catalanismo” como plataforma electoral ambigua rindió invisibles a los extremistas independentistas. Estos durante un siglo tuvieron un enfoque que priorizaba la acción política “directa”, que enfatizaba su escasa capacidad de obtener votos.

Pero el reciente cambio en el nacionalismo catalán ha invertido los valores operativos: hoy la indeterminación resulta inaceptable y lo explícito se ha convertido en el nuevo estilo, aparentemente correcto. La llamada dominante rechaza las instituciones representativas. La democracia plebiscitaria se ha convertido en una obsesión, con una consiguiente desconfianza hacia los “políticos”, y por lo tanto, una suspicacia implícita hacia los parlamentos . Si se revela acertada a largo plazo la hipótesis del fin del consenso “catalanista” iniciado en 2012 y sostenido en los últimos comicios, entonces la corriente mayoritaria a favor de la independencia en las calles y en la prensa nacionalista implica una ruptura con la votación parlamentaria de tipo clásico y acabará de fagocitar sus partidos históricos.

El criterio duró unos 130 años. Fue un gran invento. Pero hoy ya no funciona como ideal político.

Enric Ucelay-Da Cal es historiador

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