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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Almas gemelas

El que haya sectores de la ciudadanía renuentes a ser subsumidos en uno u otro de los dos nacionalismos enfrentados indica que hay una pluralidad política que desborda el marco del ‘contigo o contra mí’

Manuel Cruz

Durante muchos años, la respuesta que quienes formulaban críticas al nacionalismo catalán recibían de los aludidos era la de que, en realidad, estaban hechas, por definición, desde otro nacionalismo, el español, del que los propios críticos no alcanzaban a ser conscientes. En todo caso, la respuesta descartaba por completo la posibilidad de que cupiera ubicarse en un lugar al margen del ocupado por los nacionalistas de alguna nación. Quede claro que, si se reconoce la posibilidad descartada (la de que haya ciudadanos que se sustraen a la disputa inmanente entre nacionalismos), no tengo el menor inconveniente en aceptar la simetría entre nacionalistas. Es más, incluso estoy dispuesto a asumir las consecuencias que de ella se siguen: no habría, de acuerdo con la misma, diferencias sustantivas entre Pujol y Aznar, o entre Mariano Rajoy y Artur Mas (la lista podría continuar, claro está, y alargarse casi hasta el infinito: Homs sería intercambiable con Acebes, Rull con Zaplana, y así sucesivamente).

A favor de la tesis de la intercambiabilidad entre nacionalismos de distinto signo jugaría también el paralelismo entre las estrategias que ambos vienen siguiendo desde hace un tiempo. Que los dos sectores se necesitan porque se retroalimentan constituye una evidencia casi incontrovertible. El par de argumentos, uno de pasado y otro de futuro, que, a buen seguro, el PP utilizará contra el PSOE en la próxima campaña electoral a las generales serán el desastre de la herencia recibida y, sobre todo, la cobarde ambigüedad socialista a la hora de defender la unidad de España. Por parte nacionalista-independentista, está claro que toda la estrategia del tenim pressa lo que perseguía era no desaprovechar la oportunidad de oro que le proporcionaba la mayoría absoluta del PP para poder reiterar hasta la saciedad que España (los unos identifican al partido de Rajoy con el país entero, al igual que los otros identifican a toda Cataluña con ellos mismos) es un muro contra el que se habían estrellado sus reiteradas tentativas de diálogo.

Se observará, continuando con el paralelismo, que este último argumento también se repite por las dos partes. El rechazo de los sectores más refractarios a cualquier reforma constitucional acostumbra a venir justificado con el argumento de que no tiene sentido intentar contentar a los independentistas. De la premisa según la cual “no hemos hecho otra cosa durante toda la democracia que ir concediéndoles cosas y nunca han tenido suficiente”, extraen una conclusión idéntica a la de aquéllos: no hay diálogo posible. Con lo que regresaríamos al punto de partida, que ahora podríamos puntualizar.

Que los dos sectores se necesitan porque se retroalimentan constituye una evidencia casi incontrovertible

El que puedan existir sectores de la ciudadanía renuentes a ser subsumidos en ese enfrentamiento no debe ser leído como una apología de la equidistancia, ni en clave de elogio del término medio como punto en el que siempre y necesariamente se situaría la virtud (es obvio que hay situaciones en la vida en las que las cosas se plantean en términos de disyuntiva). Se trata más bien de aceptar la existencia de una pluralidad de perspectivas políticas, pluralidad que desborda el contigo o contra mí al que es tan proclive el nacionalismo, particularmente en estos momentos.

Así, no deja de ser curioso constatar el empeño de los independentistas en denominar “unionistas” a todos los que no comparten su posición política. Las ventajas que les reporta tamaña simplificación son notorias: el otro día, un vecino de tertulia radiofónica intentaba justificar su independentismo refiriéndose al “patrón unionista”, y en dicho patrón incluía, sin el menor matiz, la advertencia de suspensión de la autonomía, la amenaza de los tanques, la atemorización de la ciudadanía catalana con la expulsión de la UE y el empobrecimiento generalizado, etcétera. Para que se advierta la magnitud de la simplificación hay que decir que, según el tertuliano, no había diferencia alguna al respecto entre Podemos, PSC, Ciudadanos o el PP. La anécdota podría elevarse, sin dificultad, al estatuto de categoría: prácticamente el mismo lenguaje (“o Junts pel Sí o extrema derecha”) fue utilizado por el propio Artur Mas en la pasada campaña electoral.

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Por descontado que podríamos seguir perseverando en los paralelismos y mostrar actitudes y argumentos muy parecidos en el otro lado (precisamente de eso va el presente artículo). Los optimistas deducirán de tamaña simetría que los que tanto se parecen están condenados a entenderse. Los menos optimistas (entre los que he de confesar que a ratos me cuento) pensarán que no hay peor cuña que la de la misma madera.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona

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