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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jugar con fuego

El Constitucional ha confirmado la pena a dos jóvenes que quemaron la foto de los reyes. Los magistrados Asúa, Roca y Xiol discrepan con razón: había que haber dejado que el fuego se apagara solo, en lugar de alimentarlo con más leña

Pablo Salvador Coderch

 En las fiestas mayores de las poblaciones catalanas, el correfoc es el desfile del fuego: colles de dimonis, agrupaciones organizadas por diablos y demonios convencidos, a menudo acompañados por un dragón, encienden y ensordecen las calles anochecidas de los pueblos retando a sus vecinos a jugar con fuego. En los últimos treinta o treinta y cinco años, el incendio juvenil y festivo de los correfocs se ha propagado incontrolable por Cataluña, Valencia y las Islas Baleares. Diablos y diablesas desfilan con profesionalidad, seguidos ocasionalmente por un carro de fuego, pero siempre por un coche cisterna y una ambulancia. Yo mismo, que no soy adorador de R'hllor, he pasado de encender las hogueras del San Juan de mi infancia a acompañar, a lo lejos, a los niños y jóvenes de mi familia en su iniciación a los desfiles del fuego.

Aire, tierra, agua y fuego. Uno de los cuatro elementos, el fuego dominado por la cultura es tan ambivalente como la condición humana a la cual define: llamamos incendio a un fuego desatado y pira a otro enloquecido. Y es que actuaciones tales como la quema en efigie de alguien vivo son casi siempre inquietantes. Comprendo perfectamente que los poderes públicos quieran controlar el fuego. Ya lo intentaron los dioses. Vean, si lo dudan, las imágenes asociadas por cualquier buen buscador a “quemado en efigie” o “burned in effigy”. Saldrán hastiados, o peor: autos de fe, efigies de presidentes de los Estados Unidos, pero también, más festivamente, verán a Judas Iscariote, docenas de Fallas de Valencia, al traidor Guy Fawkes o a The Man en el festival de Burning Man de Montana.

Mandan las circunstancias: si uno de mis estudiantes, hastiado por mis explicaciones o descontento por mis evaluaciones, recorta cuidadosamente mi foto de la orla de su promoción y la perfora con un cigarrillo encendido, no me preocuparé lo más mínimo. Pero si, acompañado por cuatro colegas, organiza la basura de un escrache y quema papeles frente a la puerta de mi casa, llamaré a la policía, aunque ignoro, confieso intranquilo, con qué éxito. Y es que, como escribió Oscar Wilde, la única ventaja de jugar con fuego es que uno aprende a no quemarse.

En septiembre de 2007, los señores Jaume Roura y Enric Stern, sin el ingenio infinito de Wilde en la cabeza, pero con el rostro encapuchado y una antorcha en la mano, quemaron la fotografía de los reyes de España. Al hacerlo así se autorretrataron (YouTube: “Quema de fotos del Borbón en Girona”), y no para bien, pues, en una democracia liberal, casi nadie con dos dedos de frente resalta hazañas semejantes en su currículo profesional. Antes bien, hoy en día lo normal en Europa es que, con el paso de los años y apagados los rescoldos del fuego, estos y otros modestos émulos de Eróstrato reivindiquen su dudoso derecho al olvido y pugnen por retirar de la red la información gráfica sobre estas ceremonias.

Y así habría ocurrido probablemente en este caso si los tribunales de este país no hubieran acudido al rescate de la reputación de los celebrantes: Roura y Stern fueron perseguidos, enjuiciados y condenados por lo penal y el pleito llegó hasta el Tribunal Constitucional (TC). Este ha resuelto que quemar una foto de los reyes no está amparado por la libertades ideológica y de expresión, sino que está justamente castigado por la ley y merece las penas impuestas a los recurrentes en el caso, 15 meses de prisión sustituidos por una multa de 2.700 euros (Sentencia 177/2015, BOE 21.8.2015). La sentencia del TC español no pasará por el cedazo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Dadas las circunstancias del caso —una manifestación antimonárquica que transcurrió sin mayores desórdenes— es bastante probable que el Tribunal de Estrasburgo decline ver en los hechos una “incitación a la violencia” o la difusión de “la idea de que los Monarcas merecen ser ajusticiados”, como se lee en los fundamentos jurídicos de la sentencia española.

Así lo han visto venir varios jueces del Constitucional español, en sus votos particulares, como Adela Asúa (no se generó ningún riesgo grave e inminente de violencia, ni un clima amenazante de odio, escribe), Encarna Roca (las ideas pueden expresarse de muchas formas con el único límite del orden público, el cual no se alteró en el caso), o Juan Antonio Xiol (la respuesta penal es innecesaria y desproporcionada). Asúa, Roca y Xiol tienen razón: había que haber dejado que el fuego se apagara solo, en lugar de alimentarlo con más leña. Si hay algo que puede convertir la quema de la fotografía de un Jefe de Estado en una gesta digna de ser reseñada en un currículo es precisamente la circunstancia de que esté prohibida por las leyes penales.

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Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.

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