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‘Fornicula forniculorum’

Las imágenes y tallas que adornaban muchas fachadas eran motivo de fama y reverencia, y una forma de orientarse por unas calles sin placas ni números

En la calle de Sant Sever se encuentra una pequeña capilla dedicada a Santa Eulàlia, una de las patronas de la ciudad.
En la calle de Sant Sever se encuentra una pequeña capilla dedicada a Santa Eulàlia, una de las patronas de la ciudad. carles ribas

Donde termina la calle de Sant Sever y empieza la Baixada de Santa Eulàlia, se encuentra una pequeña capilla dedicada a una de las patronas de la ciudad. Ayer olvidada y deslucida, hoy es motivo de curiosidad para los turistas que vienen a escuchar la historia de su martirio, y el descenso por esta empinada calle metida en un tonel que contenía clavos, cristales o cuchillos según la versión. Nuestra sociedad moderna apenas atiende a estas devociones. Pero, como los actuales visitantes que vienen a hacer fotos, antaño las imágenes y tallas que adornaban muchas fachadas eran motivo de fama y reverencia, y una de las formas que tenían los transeúntes no letrados de orientarse por unas calles sin placas ni números de casa.

Las capillas vecinales aparecieron al final de la Edad Media, muchas de ellas financiadas por los gremios. En el Concilio de Trento se dictaron leyes sobre las imágenes, que quedaban divididas entre dogmáticas (Cristo, la Virgen, apóstoles y evangelistas), y devocionales (santos y santas recomendadas por el pueblo contra enfermedades o plagas). La costumbre de decorar determinados edificios con motivos religiosos fue muy común en aquellos años. Las hornacinas (del latín fornix (horno), que también es el origen de la palabra catalana fornicula), se hicieron tan populares en Barcelona que en 1770 se tuvo que regular su tamaño y forma. A partir de aquellas nuevas ordenanzas no se permitía vestir a las imágenes, y el tejadillo no podía sobresalir más de un palmo de la pared.

En 1770 había tantas hornacinas en la ciudad que se reguló su tamaño y forma

Entonces había tres tipos de capillas: las que contenían grandes esculturas (pagadas por el clero o los gremios), las empotradas en la fachada con una talla o una imagen de azulejo, y los mosaicos adosados directamente a la pared, fruto con frecuencia de la fe del propietario de la casa. El barroco fue la gran época para las hornacinas, aún podemos verlas cobijando voluminosas estatuas en iglesias como la de Betlem, la Esperança, Sant Sever o Sant Miquel del Port. En la Casa de la Convalecencia esquina con Egipciaques hay una talla de san Pablo obra de Domènec Rovira el Joven. En la placita de Marcús se encuentra la imagen de san Juan Evangelista, adosada a la antigua Casa del Gremi d’Assaonadors. Un san Miguel decora la Casa del Gremi de Revenedors en la plaza del Pi. Y la Inmaculada resiste empotrada en la esquina de la Casa dels Velers, en la Via Laietana.

A partir del siglo XIX, estas imágenes religiosas comenzaron a sufrir ataques por parte de los liberales, que cuando llegaron al poder en 1820 ordenaron retirar las capillas callejeras por considerarlas supersticiones, y sustituirlas por lápidas con artículos de la Constitución de Cádiz. Y tres años más tarde se ordenaba a particulares y corporaciones quitar de la vía pública aquellas imágenes que les perteneciesen. Paradójicamente, uno de los últimos ejemplos que quedan de ese culto laico a la ley se encuentra sobre el retablo de la Pietat, situado en el portal del mismo nombre que da al claustro de la catedral, donde aún pueden leerse unas pocas letras de uno de aquellos versículos del culto constitucional. Aquello duró un trienio, en 1823 regresaban los absolutistas con un ejército francés, y restablecían a Fernando VII en el trono. Con él fueron borrados los artículos de La Pepa, y sustituidos nuevamente por capillas. Esta alternancia de destrucción y restitución fue una constante en la historia de nuestro país, similar a la costumbre de rebautizar las calles según las ideas del momento.

Hoy conservamos hornacinas vacías, como la de la calle de la Pietat fechada en 1556, o la de la calle del Carme con Egipciaques. Hornacinas oficiales, como san Jorge en la fachada de la Generalitat. Hornacinas populares, como la Virgen de la calle Montalegre, o la Merced de la calle Petritxol. Recónditas como el Santiago de Nou de la Rambla, y humildes como la de san Paciano en la travesía de su nombre. Las hay modernas, como la Moreneta en una cueva de rocalla sobre la puerta de un edificio de la calle Tamarit. Monumentales como la Asunción de la Casa del Drapaire en la Gran Via. O prácticamente invisibles, como la que cobija el ángel que se apareció milagrosamente a san Vicente Ferrer en el Portal de l’Àngel, oculto entre los árboles. Hornacinas que guardan de la lluvia muchas de las historias que todavía no se cuenta a los turistas.

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