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El Pasaje de los Relojeros

Cinco profesionales de la calle de Carretas intentan sobrevivir a la crisis económica y digital

Beatriz Guillén
El relojero Pablo Rodríguez trabaja en su taller del pasaje de Carretas.
El relojero Pablo Rodríguez trabaja en su taller del pasaje de Carretas. BEATRIZ GUILLÉN

El número 12 de la calle de Carretas pasa desapercibido para quien no lo está buscando. Un pasaje mal iluminado con carteles poco vistosos que parecen no anunciar nada. Dentro, sin embargo, sobrevive un grupo de relojeros que ocupan cinco de los 10 locales que hay en el túnel. Es su refugio contra la crisis de la profesión. “Ya casi no quedan relojerías. No paran de cerrar. Nosotros hemos aguantado porque nos hemos concentrado aquí. La gente lo conoce ya como ‘El pasaje de los relojeros’”, revela José Luis Pérez que lleva en la profesión casi 50 años. Hace tres décadas que estos artesanos trabajan en el edificio. Primero estuvieron en los pisos de arriba donde solo arreglaban y vendías piezas a profesionales. Cuando el negocio comenzó a flaquear tuvieron que bajar a pie de calle para que los transeúntes los encontraran más fácilmente.

La tienda que ocupa Adolfo Gómez fue una sastrería para religiosas, pero hace 12 años que está repleta de relojes. Su dueño no sabe por cuántos más. “El reloj de cuarzo [automático] ha hecho mucho daño a este oficio. Ahora solo nos dedicamos a cambiar pilas”, se lamenta. En una vitrina todavía muestra con orgullo los instrumentos con los que trabajaban los antiguos relojeros, los “verdaderos”. Compases, porta módulos, sacabocados del siglo XIX a los que el tiempo ha oxidado el acero, pero no el valor. “Antes se necesitaban estos utensilios porque había que fabricar casi todas las piezas. Cada reloj era una joya, cada diseño era único”, recuerda Gómez.

Las antiguas herramientas contrastan con las relucientes pinzas, navajas y lupas con las que trabajan a escasos metros de allí Pablo y Manuel Rodríguez. Estos hermanos madrileños abrieron su local en el pasaje en 1994, pero llevan en la profesión más de tres décadas, desde que su padre comprara el negocio para ellos. “Ha cambiado el tipo de reloj y eso se ha notado mucho. Ahora prácticamente ya nadie arregla relojes antiguos de cuerda. Todos son de pila que casi no se estropean”, explica Pablo quitándose el anteojo. El arreglo de los relojes automáticos, enseñan, es sencillo: hay que reemplazar la máquina interior entera, que tiene un precio de unos tres euros. “No vale la pena arreglar pieza a pieza. Además muchas de ellas son de plástico”, establece el relojero.

“En mi época, la relojería era más que un oficio. Era una artesanía preciosa, un orgullo profesional, un sueño”, rememora con nostalgia Joaquín Martín, exrelojero de 70 años, que sigue pasando por el pasaje a visitar a antiguos compañeros. Se le iluminan los ojos cuando Gómez saca un reloj de bolsillo de 1860: “¡Qué preciosidad!”. Es un Certina de calibre kf 330, una reliquia para los entendidos. Su reparación le va a costar al dueño 160 euros. “Para que te dejen arreglar uno de estos, tienen que venir 100 normales”, se ríe Gómez, que prefiere sin duda este tipo de encargos al cambio de pilas habitual. “Me gusta el trabajo y la dedicación, pero sobre todo cuando dejas al cliente con la boca abierta. ¡Le devuelves un reloj de un siglo que parece nuevo!”, exclama.

Las crisis económica y digital han hecho mella en el volumen de clientes: menos poder económico y menos relojes. Los móviles han sustituido al habitual complemento de muñeca. “Yo recuerdo cuando entraba a las 08.30 y ya tenía una fila de gente en la puerta, casi no podía parar ni para comer. Y ahora, mira”, señala José Luis Pérez en dirección a su tienda vacía.

Los pronósticos de estos artesanos no hablan de un final feliz. “Yo creo que la relojería va a desaparecer. Porque cada vez quedan menos relojeros que conozcan bien el oficio”, augura Martín, quién enseñó la profesión a su hijo mayor, aunque éste decidió no ejercerla. Antes, ser relojero se transmitía de generación en generación porque, según dicen, nadie más que un padre tenía tanta paciencia y dedicación. Pero ahora ni Gómez ni Rodríguez se la recomiendan a sus herederos: “poco trabajo y poca compensación”. En Madrid no hay módulos de formación en relojería y la decena de escuelas privadas que la enseñan, se centran en actividades muy concretas como el manejo del torno. Cabe pensar si los relojeros de esta generación serán los últimos artesanos del tiempo.

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Sobre la firma

Beatriz Guillén
Redactora de EL PAÍS en México. Trabaja en la mesa digital y suele cubrir temas sociales. Antes estaba en la sección de Materia, especializada en temas de Tecnología. Es graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS. Vive en Ciudad de México.

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