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Robar privacidad

Nuestros miedos son ya más globales que locales: si pudiéramos elegir entre perder la cartera o el acceso a nuestro e-mail, ¿qué elegiríamos?

Si a alguien se le pregunta qué le preocupa que le roben, lo más normal es que nos diga “la cartera”, “el coche” o “en casa”. La lista de cosas que asociamos con el hecho de robar está culturalmente construida, y a menudo poco tiene que ver con las cosas que objetivamente es probable que se nos robe. En primera instancia, nadie hablará de miedo a que le roben los servicios públicos ni los derechos fundamentales, por ejemplo. Igualmente, con el tiempo iremos incorporando nuevos elementos a esta lista, como el ya omnipresente teléfono móvil. Hace 15 años a nadie le hubiera preocupado que le robaran el teléfono, y hoy ya no sabemos cómo vivir esos días en que un hurto nos obliga a vivir menos conectados.

Esta introducción viene a cuento para plantear que el contexto de riesgos a los que prestamos atención está cambiando. Nuestros miedos son ya más globales que locales, y hemos depositado cosas de valor en espacios antes inexistentes, como la nube o una red social. Si pudiéramos elegir entre perder la cartera o el acceso a nuestro correo electrónico, ¿qué elegiríamos? Entre que nos roben el coche o nuestra identidad digital, clonando nuestro perfil en algún servicio online o una tarjeta de crédito, ¿qué preferimos?

Que la sociedad de datos y las tecnologías de la información inauguran una larga lista de nuevas posibilidades de delitos es evidente. Para muestra, los 15 millones de personas que se dice que sufren el robo de su identidad cada año, el sinnúmero de hacks de bases de datos, e-servicios y tecnologías smart que ocurren ante nuestras narices sin que nos demos cuenta, o el secreto a voces que supone el secuestro de datos de empresas, que se devuelven sólo previo pago de cuantiosos rescates.

Es previsible que la vulnerabilidad de nuestros datos y el poco empeño que a menudo ponen los que nos venden servicios basados en datos para proteger nuestra seguridad y privacidad será cada vez más evidente. ¿Qué datos recoge esta app para móvil que me dicen que es gratis? ¿Quién ve mis datos de uso y consumo eléctrico, recogidos por un contador inteligente? ¿Qué tipo de encriptación usa este servicio en la nube que me ofrece almacenar mis fotos personales? ¿Qué hace ese hotel con la fotocopia que le ha sacado a mi pasaporte? ¿A quién le cuenta mi reloj inteligente los pasos que doy, las rutas que hago, las calorías que como y las horas que duermo? Estas preguntas, hoy aún minoritarias o sin respuesta, irán en aumento, tanto en número como en alcance, en los próximos años. Al fin y al cabo, la privacidad es esa cosa que nadie sabe definir hasta que se la quitan, y a medida que las historias de robos de privacidad proliferen, nuestra mirada irá pasando del bolso a los datos en todas sus formas.

En este nuevo mundo de ciberataques, robos de datos y acoso digital, la necesidad de controlar nuestra seguridad se unirá a la exigencia de privacidad

En este nuevo mundo de ciberataques, robos de datos y acoso digital, la necesidad de controlar nuestra seguridad se unirá a la exigencia de privacidad. Al fin y al cabo, los dispositivos que protejan nuestra intimidad y nuestros datos serán también aquellos que nos proporcionarán una seguridad basada en el control y la capacidad de decir “no” a la pretensión de cobrarnos cualquier servicio con datos personales sobre los que ya jamás tendremos control ninguno.

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Así, mientras existe una alerta de ciberseguridad que a menudo se utiliza para socavar derechos y violentar intimidades, esa misma alerta puede irse desarrollando en forma de exigencia de control sobre unos procesos de datos que, mal gestionados, pueden hacernos perder cosas muy valiosas. Igual, pues, al final resultará que la respuesta no reside en sacrificar privacidad en aras de la seguridad, sino en redefinir el concepto de seguridad para alejarlo de lo policial y acercarlo a las preocupaciones cotidianas de la gente, que incluyen el bolso, el coche y el televisor, pero también el teléfono, la agenda electrónica, la nube o la identidad.

Así que prepárense porque, sin que quizás lo sepan, su cómputo de cosas que no quieren que les roben es cada vez mayor y sus miedos se van a multiplicar en breve. ¿La buena noticia? Quizás así, por fin, la industria de los datos se dé cuenta de que preconizar el fin de la privacidad en un mundo de dispositivos inseguros tiene muy poco futuro.

Gemma Galdon Clavell es doctora en Políticas Públicas

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