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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El penúltimo burgués

Xavier Vidal-Folch

Leopoldo Rodés, empresario, mecenas, anfitrión, ha muerto hoy a los 80 años en un malhadado accidente de tráfico. Leopoldo deja solos a muchos, porque acogió a todos. Rara especie de lo mejor de una burguesía barcelonesa y catalana en proceso de extinción, encarnó sus más clásicos valores (esfuerzo personal, apertura mental, cosmopolitismo de modos) y pugnó por resucitarlos. Innovar aunque moleste, escuchar lo insólito, integrar a los distintos, y aún a los opuestos, esos eran sus lemas, que practicó con denuedo hasta ayer mismo.

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Como empresario individual, aterrizó con éxito en un sector volátil, curioso y dinámico, características que tanto le convenían: la comunicación y la publicidad. Montó un imperio, Media-Planning, que dio luego el salto internacional al entroncar con los franceses de Havas, donde él – y ahora, los suyos, siguen desempeñado un papel de primera línea. Como empresario que miraba más allá de su propia compañía, agrupó los intereses de sus pares en el Instituto de la Empresa Familiar, y logró de los Gobiernos de Felipe González un estatuto societario específico para la misma, algo indispensable en un país sometido a la angosta dualidad de la gran multinacional y el pequeño taller minimalista del autónomo.

Rodés ha seguido siempre una norma de conducta contraria al seguidismo, al gregarismo y a la inanidad que muchos de quienes son ricos (como él) se figuran como paradigma ideal de la miseria moral remunerativa. Nada de su ciudad le fue ajeno. Como coetáneo de los últimos epígonos de la dictadura y los primeros rompedores de la democracia, eligió ser puente, y por sus alfombras transitaban ambas tribus. Juan Antonio Samaranch y Pasqual Maragall hallaron en él (y en su familia) propicio terreno de encuentro y arbitraje donde fraguarían el apoyo de las empresas a los Juegos Olímpicos, la dilución de los recelos de la vieja casta mundial ante los dirigentes que emergían, la pizarra donde compartir diseños, y el plato escueto y sabroso y el más equilibrado dry martini de toda la península. Ahí estuvo cuando hizo falta. Emocionado, discreto, acompañando la antorcha el 5 de junio de 1992, en la Olimpia hoy sufridora. Como ciudadano honrado de Barcelona, partiéndose el seny en otros tantos envites, la Olimpiada Cultural, la creación del Museo de Arte Contemporáneo (en un modelo consorciado público-privado más que original, entonces), en que tanto le ha acompañado su esposa, Ainhoa. En la resurrección del Liceo incendiado por un azar estúpido.

Pero contra toda idea parroquialista, que detestaba sin una mala palabra hacia las personas que la sostenían (y sostienen), Rodés siguió la estela del empresariado catalán que solía crear mercado español, desde el barcelonismo apasionado y la catalanidad cautelosa. Enlazó con los March –cuando estos eran ya el símbolo del empresariado más liberal-- y encabezó el Banco del Progreso. Sintonizó hasta la última corchea con Jesús Polanco y se hicieron cofrades en la linda aventura televisiva de Canal Plus. Se prestaron apoyo y esfuerzo personal. Y cariño. Y lo pagó caro, como único empresario español (junto a Polanco y a su entonces adláter, Juan Luis Cebrián) al que el caudillismo le quitó durante largo tiempo el pasaporte, aquel tipo de pequeña venganza propia del bajo-aznarismo. Y luego apoyó cuanto pudo la internacionalización de la Caixa, empleando a fondo su relación con Carlos Slim. Pero no ponía más interés en esta gente poderosa que en los intelectuales, los artistas, los periodistas y bohemios a los que escuchaba en su gran mesa de anfitrión embelesado, delectándose entre sus cuadros de Tàpies y de Blas de Ledesma. A un dividendo, prefería una idea o una frase de fortuna. Penúltimo burgués, que alguien recoja tu entrañable siembra.

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