_
_
_
_
_

Qué noche la de aquel viernes

Se cumplen 50 años del único concierto en Madrid de Los Beatles, en la plaza de toros Monumental de Las Ventas

El sol de julio abrasaba Madrid. Con las clases recién terminadas, decenas de estudiantes se aprestaban a comenzar el veraneo. Un picor de víspera arañaba los ánimos con su alegre escozor. Hasta octubre, tres meses de vacaciones daban para muchos guateques, bailes de pandilla en torno a un tocadiscos de vinilos: guitarras eléctricas, bajos graves y percusión rotunda, invitaban al salto o al arrumaco tierno. Entre los vinilos resaltaban, por su armonía, los grabados por cuatro chicos de Liverpool: sus rostros embutidos en melenas cortas, aseadas, sobre un fondo fotográfico negro, permanecían en las retinas de miles de jóvenes incitando a un mimetismo irresistible. Las letras en inglés de sus canciones, a veces en jerga scouse (el inglés de Liverpool), apenas se entendían. Pero daba igual. Su música tocaba los corazones a quemarropa: era una mezcla sublime de sentimiento, jovialidad, rebeldía e inteligencia, que Paul, George, Ringo y John regalaban por doquier a quien quisiera escucharles. Eran ¡Los Beatles!

Los cuatro melenudos volaban desde Niza hacia España para dar aquí su primer concierto en la tarde de aquel viernes caluroso del 2 de julio de 1965. Luego irían a Barcelona. Acudieron a recibirles al aeropuerto de Barajas actrices vestidas de bailaoras flamencas y allí les llevaron monteras que españolizaran a los recién llegados. John se tocaría luego con un sombrero cordobés que luciría durante la esperada actuación, que iba a tener por escenario la plaza de toros de Las Ventas, a las 21.00 horas de aquel viernes.

Los de Liverpool se alojaron en el hotel Fénix, cerca del arranque del Paseo de la Castellana. Ocuparon cuatro suites, 126, 226, 326 y 426, en las esquinas hacia el paseo. Ringo regalaría 30 tartas de manzana al servicio del hotel por sus desvelos. A las siete de la tarde de aquel viernes, sin haber probado sonido, un Cadillac negro pasó a recogerles al hotel y, junto a su manager Brian Epstein —que había contratado los dos conciertos en Madrid y Barcelona con Paco Bermúdez por 5.000 libras— se dirigieron hacia la plaza de toros, en la que se adentraron por la puerta de la Enfermería. Más de 12.000 espectadores —a 400 pesetas las sillas de pista y a 75 las de andanada— les esperaban anhelantes. “Vestían ternos negros y calzaban botines”, explica Manuel Orío, que acudió al concierto con su padre, médico traumatólogo, y su hermana Mary Carmen. “Su instrumental consistía en la batería Ludwig, con una sola timbaleta, de Ringo; la guitarra “cornuda" Rickenbaker 325 de John Lennon; el bajo Höfner de Paul McCartney; la solista Grechts country gentelman de George Harrison, además de la roja de doce cuerdas apodada weapon secret".

El precio de las localidades variaba entre 75 pesetas en la andanada y 400 en sillas de tijera sobre la arena del ruedo

“Ofició de presentador Torrebruno, cantante italiano que acostumbraba tocar una guitarra crema más grande que él mismo”, explica. El público se enfervorizó cuando Los Pekenikes, teloneros de lujo, interpretaron, sorprendentemente, La bamba”. La sorpresa consistía en que, de una de las canciones de mayor pegada de The Beatles entonces Twist and shout, se decía que su crescendo plagiaba a La bamba. Pese a ello, los británicos subieron a escena con la versión corta —precisamente, con el citado crescendo— de su canción. John a un lado, Ringo en el centro sobre tarima y Paul y George cantando juntos, desgranaron una decena de sus mejores temas, con soberbia ejecución. “Estuvieron impecables, pero no nos regalaron ni un mísero bis”, se lamenta Orío. Los tendidos siguieron con emoción el concierto, trepidante y veloz. La aguda I'm a looser, con Lennon a la armónica y el aterciopelado vals Baby's in black, tapizaron la noche de melodía. Aquella actuación, pese a la media entrada y a la obsesión de las autoridades por el orden público, supuso un hito cultural en la historia madrileña. Con él, Madrid se incorporó a la modernidad aún en plena noche del franquismo. Con su recuerdo, los dorados guateques se bañaron de afecto cálido y de apetito amatorio en los atardeceres estivales color violeta.

Permanece aún, incólume, el eco de su música que tanta felicidad desató entonces y aún despierta hoy, cincuenta años después de aquel concierto en Madrid. “Al finalizar la actuación, mi padre el doctor Orío”, cuenta su hijo Manuel, “me dijo sincerándose: “estos chicos ingleses son muy simpáticos y ¡hay que ver que cuplés tan bonitos interpretan!”.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_