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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La pitada

Un símbolo por imperativo legal deja de serlo, porque es la adhesión libre lo que le da legitimidad

Josep Ramoneda

Cuando 90.000 personas silban el himno nacional en un partido de fútbol, cuando es ya un ritual que se repite en citas deportivas parecidas, lo más razonable es preguntarse: ¿por qué ocurre? Puesto que la respuesta escuece, en España se prefiere pasar directamente a la condena y la amenaza de sanciones. Mal asunto cuando la adhesión a los signos nacionales ha de imponerse por ley. A mí las banderas y los himnos más bien me producen tristeza, porque se disfrazan de gloria pero están demasiado manchados de sangre y de impunidad. Pero, la precariedad de la condición humana requiere de estos rituales y muchos ciudadanos los sienten como propios. La identificación con los símbolos ha de ser una consecuencia espontánea del sentimiento de pertenencia a una comunidad. Si hay que sancionar el desapego para obligar a respetarlos es que algo no funciona. Un símbolo por imperativo legal deja de serlo, porque es la adhesión libre lo que le da legitimidad.

Sin duda, en España hay ciudadanos que se emocionan con la bandera y con el himno, otros que aún reconociéndolos los viven con indiferencia, y también aquellos a los que les tienen sin cuidado, pero hay además un número importante de personas, especialmente en Cataluña y el País Vasco, que no los sienten como propios porque se identifican con otros himnos y con otras banderas e incluso algunos —bastantes decenas de miles como se vio el sábado— que los rechazan porque viven su presencia como una imposición externa a su comunidad de pertenencia. La querella de los silbidos es una expresión de unos desencuentros no resueltos. Es, por tanto, una cuestión política, no judicial.

Para algunos, la pitada expresa el fracaso del Estado de las autonomías que no ha sabido imponer una simbología compartida; para otros el problema viene de mucho más lejos y está en las distintas conciencias nacionales inscritas en la piel de toro. El modelo territorial y la estructura del Estado están en discusión y la pitada es una manifestación más de este conflicto. En vez de afrontarlo, la derecha apela al imperio de la ley. El Gobierno hace el ridículo divulgando una nota patética sobre los intolerables silbidos. Y los responsables políticos, desde el ministro de Justicia hasta el secretario de Estado de Deportes, hablan de sanciones y de responsabilidades. ¿Sancionar a 90.000 personas? ¿Buscar organizadores culpables para aliviarse con la siempre estúpida teoría conspiratoria? Afortunadamente, la justicia ya estableció, en ocasión de otra pitada, que la libertad de expresión prevalece sobre el honor de los símbolos. La vía judicial no tiene recorrido y las sanciones deportivas sólo servirían para alimentar el victimismo.

Dejemos a beneficio de inventario la nota del Gobierno pidiendo la intervención de la Comisión Antiviolencia o las palabras de Rafael Hernando, portavoz del PP, tratando de enfermos a los que silbaron, y vayamos al terreno de la política. En tres planos. Primero, la pitada es un episodio más de la llamada cuestión soberanista. La respuesta descalificatoria y punitiva no resuelve nada. “La pitada es un himno”, dice el Roto. Efectivamente, y responder a ella con palabras ofensivas sólo sirve para otorgarle la misma dimensión simbólica que el himno que se quiere defender.

Segundo, el soberanismo catalán se ha movido siempre en el ámbito de la legalidad, la democracia y el civismo. La pitada no es una contribución a su buena imagen. El que enarbola banderas debe respetar las ajenas si quiere que lo sean las suyas. Y si se quiere ganar complicidades entre los ciudadanos españoles, la pitada no es el mejor camino. Interpretar los himnos catalán y vasco habría sido un gesto de distensión que habría limitado la bronca. Pero para las autoridades españolas este reconocimiento sería una concesión inadmisible. Tercero, una vez más el presidente Rajoy ha demostrado su cobardía. La pitada estaba anunciada. Y no tuvo el coraje de dar la cara. Dejó que el Rey se la comiera sólo.

Mientras el problema político subyacente a la pitada no se afronte, el ritual volverá cada vez que el Barça juegue una final con himno español. El Gobierno solo tiene una respuesta: amenazar con sanciones y anunciar un endurecimiento de la ley. Por este camino, tenemos pitada asegurada, por los siglos de los siglos.

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