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La ciudad rupturista

La CUP defiende un modelo donde cada barrio tenga suficiente grado de complejidad residencial, comercial, de servicios y equipamientos para asegurar la cohesión social

Las 'cases barates' de can Peguera.
Las 'cases barates' de can Peguera.Albert Garcia

La ciudad ideal para la CUP Capgirem Barcelona es aquella que garantiza pan, techo y libertad para todos sus habitantes. La candidatura encabezada por María José Lecha apuesta por la ruptura con el modelo de la ciudad-marca que habrían creado en las últimas décadas entre todos los partidos representados en el Consistorio barcelonés, pensada para vender Barcelona al capital local e internacional y como escaparate turístico. Su alternativa es la de la superación del urbanismo como simple factor de creación de plusvalías para convertirlo en espacio de esperanza donde recuperar el derecho a la ciudad de las clases trabajadoras y populares.

Un discurso muy en la línea de David Harvey y la teoría de ciudad compacta; un modelo urbanístico definido en el programa como mediterráneo, diverso, integrado, en el cual cada barrio pueda mantener el suficiente grado de complejidad residencial, comercial, industrial, de servicios y equipamientos para asegurar la cohesión social. En contraposición al mantra del Institut d’Arquitectura de Catalunya, por el que rige la actual política municipal (una ciudad autosuficiente de barrios productivos de velocidad humana en el seno de una metrópoli hiperconectada de emisiones cero), la CUP propone una ciudad solidaria, productiva y autogestionada en el seno de una metrópoli de desahucios cero.

Para hacer frente a la urgencia del techo para todos, su política de vivienda se plantea disponer de un parque residencial mayoritariamente de protección pública, idealmente en un 70%. En la transición, combatirían los desahucios y las dificultades de muchas familias para hacer frente al pago de hipotecas y alquileres con la expropiación del derecho de uso de los inmuebles que puedan ser catalogados como especulación. En primera instancia, a partir del cálculo de la existencia de 90.000 pisos vacíos en Barcelona, exigirán un cambio en la legislación que obligue a las empresas o particulares que dispongan de más de dos propiedades inmobiliarias a poner el resto en el mercado, a poder ser en régimen de alquiler social.

El compromiso de luchar contra el hambre y la malnutrición les lleva a configura una ciudad de comedores sociales en todos los barrios, quizás con la excepción de Sarrià- Sant Gervasi o cualquier otro lugar para el que los vecinos no lo requieran. Estos comedores públicos ofrecerían un menú a precio de coste para desayuno, almuerzo y cena, estando abiertos a cualquier ciudadano, con el objetivo de fomentar la cohesión social entre vecinos, más allá de paliar el sufrimiento del 25% de la población instalada en el límite de la pobreza. Complementariamente, las escuelas deberían asegurar dos comidas al día a todos los alumnos, ofreciendo desde el ayuntamiento las becas necesarias para ayudar a todas las familias con dificultades económicas.

Queremos gestionar, dicen, pero no queremos gestionar miseria y lo quieren hacer convirtiendo el ayuntamiento en un agente de movilización popular y de desobediencia civil, si viene al caso, concediendo a los vecinos la última y vinculante palabra en materia urbanística. Lo primero a concretar sería una auditoria urbana y otra para las instituciones municipales y metropolitanas para hacerse un mapa de la realidad, intuida como una maquinaria de externalización y expropiación del derecho a la ciudad de los barceloneses; luego, emprenderían la remunicipalización de los servicios de agua y residuos para revertir los beneficios de explotación directamente en los ciudadanos; después, la paralización de las inversiones en grandes infraestructuras, como la ampliación del cinturón del Litoral, la suspensión de los procesos de privatización de los diferentes muelles del puerto; y, finalmente, la desaparición de los actuales grandes planes estratégicos que atribuyen a los intereses de los denominados poderes fácticos de la ciudad (Consorcio de la Zona Franca, Turismo de Barcelona, Fira y Puerto), sustituidos por una nueva planificación nacida de las prioridades establecidas en los correspondientes procesos participativos.

En su orden de las cosas, cualquier plan urbanístico nacido de la base es posible, siempre que responda a tres grandes principios: la socialización de la propiedad urbana, la colectivización de la industria de la construcción y la socialización del trabajo de los técnicos. Así, habrá que ver que quieren los vecinos para el área de Sagrera y Besós, el gran páramo urbano por ordenar; o cual debería ser el futuro de las rondas, a las que califican de sistema ecológicamente insostenible, diseñado sin atender a las exigencias del transporte público.

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 Algunas propuestas ya vienen sugeridas por el proceso de participación del que ha nacido su programa. Por ejemplo, un nuevo Plan General Metropolitano para restringir las posibilidades de liberalización de usos del suelo, limitar la edificabilidad a seis pisos en los inmuebles de viviendas y promover los barrios de usos mixtos donde convivan servicios y personas. O la reconsideración del diseño arquitectónico, dando por finalizada la etapa de los edificios singulares, en su opinión, iconos del capitalismo depredador que vulneran el entorno social. El adiós a los edificios de Frank Gehry o a los Jean Nouvel abrirá la oportunidad a los arquitectos especializados en poner en valor los conjuntos de viviendas populares, también de carácter singular, en Zona Franca, Torre Baró y las Casas Baratas. La revolución, dicen, se producirá al ritmo que quiera la gente.

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