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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El miedo como ideología

Los ideólogos del miedo se distinguen por su propio miedo al cambio. Ningún partido progresista plantea la toma del Palacio de Invierno

J. Ernesto Ayala-Dip

Hoy nadie puede negar que en la política el miedo sea un factor distorsionador. Hoy el miedo se ha puesto de moda entre el consorcio de las élites financieras en sólida connivencia con las políticas. Puestas así las cosas, nada mejor entonces que unas dosis de pánico bien dosificado para ir convirtiendo un cúmulo de esperanzas en material de desecho. Bien es verdad que hay miedos y miedos. Los niños, por ejemplo, tienen mucha razón de solidarizarse con el miedo de Caperucita al lobo feroz, porque no hay miedo más real que el imaginario. Luego hay un miedo sensato, incluso diría que estadístico, que es el que te indica que no viajes, por si las moscas, a visitar Bagdad. O la capital del Yemen. Los que recurren al miedo como argumento de disuasión, cuando no de exterminio de toda posibilidad de luz al final del tortuoso túnel del neoliberalismo, saben muy bien lo que hacen.

 El ejemplo más meridiano lo hemos podido observar en las elecciones británicas. Los conservadores obtienen una mayoría absoluta en el Parlamento (con el 36% de los votos, que eso sí que da miedo: me refiero al sistema electoral inglés, que hace que un partido, aunque no nos guste su color, con cuatro millones de votos obtenga un solo diputado), y en virtud de ese sorprendente resultado obligan al día siguiente al principal partido perdedor, el laborismo, a replantearse su programa político y vislumbrar la posibilidad de escorarse un poco más al centro, traicionando su ideario de partido progresista, para próximas convocatorias.

En España las cosas van por el mismo camino. Y en Cataluña también. Los partidos que han decidido ganar estas elecciones municipales con el único objetivo de paliar la lacerante incertidumbre que se ha apoderado de la juventud y la desigualdad que poco a poco va cronificándose tienen que luchar también contra los que aprovechan la oportunidad de unas urnas para colar su machacona idea de una tierra de promisión. Y contra una forma de gestionar los recursos públicos en beneficio propio, de amigos o de familiares.

Tanto a Mariano Rajoy como a Artur Mas les interesan mucho los comicios del 24 de mayo. Según sus resultados podrán diseñar y poner a punto las maquinarias de sus respectivas campañas para ganar las próximas elecciones autonómicas (en Cataluña, probablemente el 27 de septiembre), y las generales previstas para finales del 2015. Es probable que ni el presidente del Gobierno ni el presidente de la Generalitat necesiten el asesoramiento antiprogresista del politólogo australiano Lynton Crosby, también conocido con los jocosos apelativos de Mago de Oz o el Rottwiler tory, para meternos el miedo en el cuerpo. El Mago de Oz llegó a calificar a los laboristas británicos como marxistas recalcitrantes, gente peligrosa que lo primero que haría, si gobernara, sería invadir la Gran Bretaña con inmigrantes del Este (gente todavía más temible) y acabar con el éxito económico del reino. Esto lo dijo en 2013. Mariano Rajoy y Artur Mas se bastan con sus asesores patrios para hacer cundir el pánico.

Los ideólogos del miedo se caracterizan por su propio miedo al cambio. Ningún partido progresista, llámese Iniciativa o Podemos o Podem o Procés Constituent, apelan a la toma del Palacio de Invierno. Solo piden un cambio. ¿Hace falta una revolución para que un trabajador o un empleado de banca tengan un sueldo y un contrato de trabajo justos? Solo diagnostican lo que nos espera al final del ideario neoliberal: un darwinismo más descarnado, una mayor mercantilización de nuestras vidas y desregulaciones para todos los gustos depredadores.

En marzo de 1982, la revista The Atlantic Monthly publicó un artículo de los arquitectos y urbanistas Wilson y Kelling titulado Ventanas rotas. Con el tiempo, dicho artículo se convirtió en “la Teoría de las ventanas rotas”. Esta teoría sostiene que si en una banqueta pública alguien deposita una bolsa de desperdicios, es altamente probable que otros hagan lo mismo y así hasta hacer imposible el uso de dicho mobiliario para algo que no fuera un improvisado contenedor de basura. La teoría impele a quitar rápidamente la primera bolsa, y así evitar que alguien interprete que la banqueta es un lugar muy apropiado para dejar inmundicias. ¡Cuánta miseria sistémica y cuánto miedo al desamparo social nos hubiéramos ahorrado con solo aplicar esta teoría al menor síntoma de especulación financiera que se hubiera oteado!

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