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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Qué podemos perder?

Los independentistas lo tenemos difícil, sí. Y los dependentistas catalanes, por primera vez en mucho tiempo, también

El 22 de noviembre de 2012, en un almuerzo en una masía cercana a La Garriga y en plena efervescencia de proclamas independentistas, se me ocurrió preguntar a los comensales qué estarían dispuestos a perder para conseguir la independencia de Cataluña.

La pregunta del aguafiestas les cogió por sorpresa. Hubo silencios, enfados e incluso la respuesta esperada: “¿Y por qué tengo que pensar en qué tengo que perder, si yo voy a ganar?”. La discusión se encauzó cuando una de las participantes terció diciendo que ella estaba dispuesta a perder mucho, que el límite de lo que podía ceder llegaba donde empezaba el futuro de sus hijas: “Que puedan ir a la universidad para ganarse la vida, el resto va y viene”. Fue el momento más interesante de todo el almuerzo, pero no me han vuelto a invitar, claro.

Ha sido una de las preguntas que ha marcado el proceso hasta ahora, una mezcla entre asunción del compromiso y definición de los límites de la zona de confort. Los interrogantes para mantener su validez deben también mantener su tensión. Otra manera de formular la cuestión y hacerlo de una manera civilizada y contundente sería preguntar cuánta gente estaría dispuesta a empezar a pagar sus tributos a una Hacienda catalana. Una cosa es salir a la calle y otra meterse en ese tipo de fregados, que puede que parezcan arriesgados pero que es lo mínimo que se puede hacer.

Una pregunta lleva a otra. Cada manifestación se podría interpretar como una interpelación a España, no sé si tanto a su Gobierno. La siguiente pregunta que muchos nos hemos hecho es qué podemos esperar de España. Si la réplica a la pregunta anterior es complicada, esta, a tenor de lo visto, se contesta con una sola palabra: nada, y ese nada resume una gran cantidad de respuestas.

Algunos de mis compañeros y amigos de página se han desgañitado intentándonos convencer del federalismo que viene. Muchos dependentistas dicen que, de hecho, el Estado de las autonomías ya es federal y que para qué tocar nada. Los había, ya pasó, que depositaron sus esperanzas en Podemos para lograr un encaje diferente. Los menos, chillan que no se tape la política de recortes con la independencia, pero que se sea tolerante cuando se tapa la independencia con los recortes. Los más, piden comprensión y diálogo, como si el resto fuésemos unos desalmados.

Los calificativos que se han dado al movimiento independentista han tocado fondo y no asustan
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Se han acumulado artículos y almuerzos y sus conclusiones han sido más bien escasas. No hay mucho que ofrecer. Se suceden las manifestaciones, se explicita el deseo de ruptura y, aun así la política de desinversión se mantiene, se cierran canales de televisión en Baleares y, sobretodo, se desprecia cualquier tipo de reivindicación por más cívica, pacífica y democrática que sea. El único cambio substancial que observamos durante los tres últimos años es que de las comparaciones con el nazismo hemos pasado al yihadismo después de unas semanas de duda sobre el calificativo correcto en caso de que la comparación derivase hacia Ucrania.

El mapa de Cataluña va a cambiar mucho en los próximos meses. Las municipales pueden dejar el país lleno de alcaldes y concejales cuyos partidos tendrán un mandato claro a partir del 27-S: preparar un proceso de secesión democrático, ordenado y verificable.

Sus votantes son los que cada vez se preguntan más a menudo: ¿qué podemos perder? La pobreza y los desahucios están también aquí a la orden del día. Desde el punto de vista de la percepción de la identidad no se puede ir más lejos. Los calificativos que se han dado al movimiento independentista han tocado fondo y no asustan. Hemos asumido que la política de infraestructuras va a seguir siendo la misma que deja la autovía de Girona a medias, la que se deja perder la Daimler en Tarragona porque teme el Corredor Mediterráneo.

Vemos la política de limpieza lingüística en Aragón, País Valenciano y Baleares. Repasamos una y otra vez y año tras año las cuentas del déficit fiscal para llegar al mismo resultado. Tenemos las córneas curtidas, pero seguimos leyendo la opinión publicada, aunque sólo sea a beneficio de inventario.

¿Qué podemos perder? De entrada no sabemos si en una Cataluña independiente los jóvenes tendrán o no acceso a la universidad, pero formando parte de esta maravilla de Estado ya conocemos los efectos de una subida de tasas que afecta a independentistas y a dependentistas. La pregunta siguiente se empieza a responder sola: ¿cuánto vamos a perder sin la capacidad de decidir sobre nuestro futuro? En el ámbito lingüístico y cultural, sí, pero también infraestructuras y economía, en bienestar social, en arquitectura política e institucional, en posición en el mundo y en tantas otras cosas.

Sigan publicando, 1.000, 2.000, 10.000 artículos sobre encaje y conllevancia. El federalismo es una quimera, la regresión autonómica y local un hecho y vistas las encuestas y las rectificaciones de los revolucionarios, el cambio de régimen, un chiste. Los independentistas lo tenemos difícil, sí, cierto. Los dependentistas catalanes por primera vez en mucho tiempo, también.

Francesc Serés es escritor

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