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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un horizonte para la nueva generación

Lo que está en juego es la transmisión saludable de herencias que los jóvenes necesitan para tener un porvenir constructivo

Es posible, aunque harto improbable, que los prohombres y las promujeres que gestionan el castillo del poder no lo sospechen siquiera, cegados por la estupidizante pulsión de dominio que embarga sus existencias. Pero mucho más probable resulta, sin duda, que sea su desfachatado cinismo el que les impide asumir que la crisis financiera precipitada en 2008 ha sido síntoma de una quiebra económica, política, cultural y moral que la aplaudida voluntad de ignorancia ha ido agrandando hasta hoy, por más que el final de la última recesión permita disimularlo. Una Gran Quiebra mayúscula, sistémica y epocal a la vez, que ha fracturado el horizonte de metas y esperanzas, valores y criterios que las dos generaciones todavía regentes —la de 1940-55 y la de 1955-70, grosso modo— han legado a la que en estos años estrena la vida adulta, o se asoma perpleja a ella.

Atruenan los himnos y fanfarrias de las naciones con y sin Estado, mendaces gobernantes-títere levantan acta del presunto final de la crisis, escándalos incesantes revelan que el sistema político e institucional está roído de corrupción y codicia. Y, entre tanto, millones de nuevos ciudadanos criados a ubres de la engañosa prosperidad se confrontan a una ruina cuya responsabilidad casi nadie tiene la honradez de asumir: no solo frustrados por el colosal desempleo y la rampante precarización, sino vitalmente empobrecidos por la avería de las instituciones socializadoras, por la degradación del sistema educativo y, ante todo, por el inasumible espectáculo de podredumbre moral que satura las pantallas. Lo que está en juego, nada menos, es la transmisión saludable de las distintas herencias que los jóvenes necesitan recibir de sus mayores para transformar el pasado, crítica y recreadoramente a la vez, en un porvenir constructivo.

Ese pacto implícito entre las generaciones, sin embargo, muestra incontables fisuras que amenazan romperlo. En primer lugar, en lo que toca a la economía (oikos-nomia: ley de la casa común), porque las generaciones que aún ostentan el poder han edificado una prosperidad trucada, ficticiamente levantada sobre una deuda ingente que hipotecará, con toda certeza, el futuro de los hoy jóvenes. Y después, principalmente, porque esa herencia envenenada acumula un lastre de idiocia e inmoralidad que mezcla el envilecimiento ético con la incapacidad de pensar y saber, en beneficio del lucro que casi todo dios endiosa.

La mayor de las dos generaciones todavía dominantes, la de 1940-55, se movilizó en su ya remota juventud bajo el síndrome de Edipo, embargada de revuelta contra el padre simbólico al que se afanaba por destronar —el llamado sistema—, por más que su posterior acomodación a él terminara fortaleciéndolo a ojos vista.

Es sabido que la mayoría de los activistas del 68 retornaron a casa como hijos pródigos, premiados al cabo de su epopeya por el mismo poder que habían abominado hasta que, de tanto hurgar y escarbar, redescubrieron bajo los adoquines sus playas. Pero no lo es tanto que una combativa minoría, de estirpe anarquizante, adoró la subversión de toda ley, herencia y palabra con tal fervor que formuló un devastador panfleto contra el Todo en nombre de la pureza imposible, tan ilusamente revolucionario que resultó en nihilista conservación de lo que denunciaba. No muy lejos —oh, paradoja— de la desregulación que enaltece el neocapitalismo: una vez consumado el giro de la revolución, los extremos se tocan.

Luego, los años ochenta y noventa trajeron el imperio de Narciso, la ética y la política frívolas, el ocaso de la responsabilidad y el deber, el auge del todo vale y la apoteosis del libertinaje financiero, pesca idónea en aguas turbias. Esa fue la época de cuyos polvos proceden buena parte de los lodos presentes, cuando el ethos de la indecencia cínica carcomió los pilares de la sociedad, cundió el desafuero consumista y, con él, un individualismo a ultranza que deshizo los lazos de solidaridad, fraternidad y cooperación que hasta entonces —al menos en el plano ideal— habían constituido el horizonte de valores y criterios al que aspiraba la ciudadanía.

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En El complejo de Telémaco (Anagrama, 2014), un iluminador ensayo que el alud de superventas abrileños a buen seguro sepultará, Massimo Recalcati sostiene, con todo, que hay razones para la esperanza. A pesar de la quiebra descrita, la generación que se asoma a la adultez —más pragmática e irónica, pero menos fanática e ilusa que sus mayores— debe sopesar las luces y sombras de la herencia que recibe a fin de discernir qué porciones de ella merecerá la pena conservar con sentido crítico, y cuáles habrá que extirpar y reemplazar. Todos los seres humanos son herederos, enfrentados al desafío de recrear los dones pasados —y de curar sus daños— en aras de un plausible futuro. De ahí que precisen evitar tanto la obediencia ciega como el rechazo total y sin matices al ayer, dos tentaciones simétricamente opuestas que a fin de cuentas propician el mismo fracaso.

Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.

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