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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tamaño del proceso

Los impulsores de la consulta reniegan hoy de su propio invento y dejan en incómodo lugar a quienes se sumaron de buena fe

Jordi Gracia

En El llarg procés (Tusquets), Jordi Amat cuenta muchas cosas pero me fijo ahora sólo en una. Un día de mediados de los años sesenta, en torno a 1965, Jordi Pujol comprendió que necesitaba contrarrestar la hegemonía cultural de la izquierda progresista en plena Guerra Fría. Acertó: el éxito empezó a sonreírle desde las primeras elecciones democráticas, de modo que la derecha liberal, católica y catalanista, se sintió amparada por un partido de poder, Convergència, fundado por un banquero tan astuto como para dotar al país de estructuras e instituciones que permitiesen no sólo fer país sino, sobre todo, fer via: la conquista del poder.

El resultado ineluctuable de aquel plan no era una Cataluña independiente pero sin ese largo proceso no hubiéramos vivido el proceso corto de hoy. Sin esa vasta operación a largo plazo, el soberanismo no hubiese asaltado la calle ni se sentiría con la urgencia de lo inminente que exhibe hoy. Más aún: ese largo proceso ha cuajado hoy en un proceso acelerado que ha logrado algo más que asaltar la calle; asaltó las cúpulas de los partidos que nunca fueron independentistas, pero han aceptado las nuevas reglas del juego, en particular algunos sectores del PSC y de ICV. Ciudadanos, en cambio, encontró su razón de ser contra ese proceso corto —aunque hoy encarna más cosas que la mera alternativa al nacionalismo en Cataluña— y el PPC encontró en él la causa de su propia debacle interna (en gran medida por el desinterés frívolo del núcleo duro del PP en Madrid y su mayoría absoluta).

Uno de los casos de disidencia socialista ha sido el de Jordi Martí, fundador reciente de MES y movilizador del voto que se define como heredero del socialismo catalanista de Maragall. Dicho por la vía rápida, Martí promueve una ruta soberanista por sus pasos contados y sin alegalidades ni atajos. Precisamente por eso, su artículo del jueves expresaba tanto su perpleplejidad como su discrepancia del acuerdo que han suscrito CiU (todavía) y ERC. Ese acuerdo, según Martí, dinamita la posibilidad de una ruta verosímil y factible hacia la independencia en la medida en que prescinde del voto de la sociedad catalana para decidir sobre su futuro. Si la mayoría parlamentaria es suficiente para impulsar una declaración de independencia, pondrán en marcha los mecanismos que culminen en un nuevo Estado en el plazo de un año y medio.

Hasta hace cuatro días, creíamos los más bobos del lugar que toda la campaña del dret a decidir iba destinada a demostrar que la mayoría de la población se había hecho independentista. Para eso había que votar: para que fuese una prueba incontrovertible, aunque nadie había hablado de las condiciones de la consulta, ni del modo de leer sus resultados. Ahora, y de golpe, descubrimos los ciudadanos bobos y los que no lo son que ya no, que ahora basta con una mayoría de diputados en el Parlament para lanzar un proceso cortísimo y acelerado.

Mi íntima conjetura, medio pasmada, es que ni hoy ni hace dos años y pico, la consulta fue un objetivo real del soberanismo en el poder sino una estrategia de preservación del poder, aunque eso arrastrase a la calle a mucha gente que sí creyó en una votación democrática. Pudo ser sólo un recurso táctico: llamar a la democracia participativa en un referéndum pero sin la menor intención real de convocarlo. Los impulsores del invento reniegan hoy de su propio invento y dejan en un incómodo lugar a quienes se sumaron de buena fe, y entre ellos gentes de ICV, gentes del PSC y gentes de Convergència que dos días antes ni habían fantaseado con eso.

La clave está quizá en otro lugar igual de fantasioso y sobre todo apodíctico, y es que el proceso corto nace de manipular y deformar a conciencia el proceso largo. De forma fantásticamente mecánica, el independentismo ha decidido que España ha sido una apisonadora de Cataluña en los últimos treinta años y por tanto Cataluña no tiene otro remedio que emigrar de semejante Estado: ya no hay nada que hacer ni con él ni con ella porque ambos son culpables.

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Repetirlo una y otra vez para legitimar el proceso corto no da ni quita la razón pero sí muestra la extensión de un tópico fácilmente refutable en términos políticos, legislativos, parlamentarios y hasta económicos. No es un diagnóstico, en realidad, sino la primera piedra de un relato ficticio y autolegitimador, calculadamente temerario, reduccionista y de fondo apocalíptico.

Las elecciones de este año pueden ayudar a probar que ni España es una ni lo es Cataluña tampoco. Y con un poco de suerte, hacia fin de año se acabará la mayoría absoluta del PP y con ella también se irá a paseo el milagroso escenario que ha tenido el independentismo para inventarse el pasado. Quizá incluso piensen dos veces sus palabras algunos de los comisarios salvapatrias más parlanchines del día.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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