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Cuando las notas se convierten en emoción

Demidenko y Jurowski hacen junto a la Orquesta Sinfónica de Galicia versiones de referencia de Prokófiev y Schubert

La Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigida por Mijaíl Jurowski (Moscú, 1945), celebró el viernes en el Palacio de la Ópera de A Coruña su decimoséptimo concierto de abono. En sus atriles, Lumières abyssales – Chroma 1, de Héctor Parra (Barcelona, 1976), el Concierto nº 2 en sol menor, op. 16 de Serguéi Prokófiev –en el que acompañó a Nikolái Demidenko (Aniskino, URSS, 1955)-, y la Sinfonía nº 7 en si menor, “Inacabada”, de Franz Schubert.

En Chroma I, Héctor Parra explora con éxito una buena parte de las posibilidades sonoras –tanto dinámicas como tímbricas- de la orquesta. La obra aparece compuesta por pasajes de diferente luminosidad orquestal, que se suceden en una especie de minucioso muestrario de cómo se puede hacer sonar una formación sinfónica. En una primera audición no se logra escuchar claramente un hilo conductor que facilite su seguimiento por el público o que, incluso, justifique su escucha más allá de una sugerente experiencia sonora. La veterana sabiduría de Jurowski y el buen hacer de la Orquesta Sinfónica de Galicia extrajeron todo el contenido sonoro y posibilidades musicales de la obra.

Nikolái Demidenko hizo una versión de referencia del Concierto nº 2 de Prokófiev, ya desde el sonido de su inicio en el que las notas del piano sonaron como brillantes perlas sobre el brillo aterciopelado de las cuerdas de la Sinfónica. Luego llegó toda la brillante dificultad y el poderío sonoro lleno de control, en el peculiar desarrollo que Prokófiev escribió para el primer movimiento.

Es este una cadenza enorme no solo por su larguísima extensión: sus brillantes arpegios, cruces de manos y demás elementos de lucimiento que Prokófiev escribió para su propio honor y gloria fueron resueltos con técnica impecable y profunda musicalidad por Davidenko. Luego, la ironía juguetona del Scherzo, la burlesca solemnidad del Intermezzo y sus elementos virtuosísticos –esos electrizantes glissandi de la mano derecha junto a los arpegios de la izquierda-y la densa y creciente intensidad del Allegro tempestuoso final redondearon una versión de referencia que quedará por tiempo en la memoria de la afición coruñesa.

Los aficionados de todo el mundo han pasado casi dos siglos atentos al baile de números en las dos últimas sinfonías de Schubert, hasta que la revisión de 1978 del catálogo oficial –el de Otto Deutsch (1883-1967)- determinó su numeración por el orden cronológico. Siendo conocida desde entonces la Sinfonía en si menor, “Inacabada” , D 759, como Séptima y la Sinfonía en do mayor, “La grande”, D 944, como Octava, los musicólogos sa preguntan la causa de que Schubert solo escribiera los dos movimientos que conocemos, a lo que dan con variadas respuestas.

La sensación de plenitud que se sintió después de escuchar la interpretación del viernes de Jurowski con la Orquesta Sinfónica de Galicia, permite pensar que la pregunta no debe ser por qué solo escribió esos movimientos, sino ¿para qué iba a escribir más? La oscura y calmada emoción de la introducción del Allegro moderato, con las intervenciones del viento metal como imagen sonora de las intromisiones del sufrimiento en su vida, fueron como ventanas sobre el día a día de Schubert. El generoso aliento de las trompas de José Sogorb y Amy Schymmelman dando paso al cambio de tema abrió esas ventanas con vistas a sus frecuentes cambios de estado de ánimo.

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Y en el Andante con moto –final pese a quien pese-, apareció otra vez la serenidad schubertian como la lasitud del despertar tras de una noche mágica. Fue entonces cuando se destacó frente a esas duras escalas descendentes de once notas, las que parecen el destino desgranando sus oscuros augurios en el oído del joven vienés. Emociones y sugerencias que manaron de la batuta llena de serena autoridad y sabia sensibilidad de Mijaíl Jurowski. El director moscovita fue capaz de transmitir toda la emoción contenida en la partitura, resumirla en la regulación de sonido de los cuatro últimos acordes de La Inacabada y lograr el largo y espeso silencio de los espectadores antes de estallar en aplausos. Ese silencio tan necesario para disolver en una profunda inspiración de aire todo el cúmulo de emociones que volaron entre el escenario y el auditorio y tan infrecuente por estos lares. Un concierto para recordar.

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