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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Pulgas amaestradas

Los espectáculos con los grimosos bichitos invadieron la Barcelona de principios del siglo XX

Había pulgas equilibristas y hasta pulgas payasas...
Había pulgas equilibristas y hasta pulgas payasas...CFC

Las pulgas son molestos parásitos que pican, chupan sangre y denotan falta de higiene; tantas debía haber en el siglo XIX que algunas se hicieron populares como estrellas de circo. Entre las primeras noticias que tenemos de semejantes exhibiciones figura el comunicado publicado en El Áncora, respecto a la llegada a la ciudad de una compañía de “pulgas industriosas” dirigidas por un tal Jean Essinger, en abril de 1851. Unas décadas más tarde, el escritor Agustí Calvet, Gaziel, describía la primitiva plaza Cataluña como un descampado, un espacio de solares y vallas, habitado por un circo ecuestre, un café acristalado conocido como La Pajarera y una serie de barracones de feria, entre cuyas atracciones figuraban las pulgas amaestradas.

Haciendo pasar hambre a estos grimosos bichitos, sus domadores conseguían que hiciesen piruetas y equilibrios, tiraran de un carro, o levantaran objetos con un peso varias veces superior al suyo. Con el cambio de siglo, estas representaciones alcanzaron un alto grado de complejidad, y se complicaron con todo tipo de experimentos e innovaciones. En 1909, el británico F.P. Smith presentaba una troupe de moscas, una de las cuales aparecía en la pista disfrazada de ama de cría. Por las mismas fechas, un japonés apellidado Kasamata era citado en los diarios como un gran domador de ratones. Y en 1912 se hacía famoso el norteamericano Rawson como entrenador de ostras, a las que había enseñado a abrir y cerrar las valvas a su voz de mando. El caso más estrambótico fue el del millonario Charles Rothschild, que en 1914 pagó 25.000 francos por un raro ejemplar que engrosó su extensa colección de pulgas. Lejos de aquellas cifras, en Barcelona residía Melchor Quevedo, hijo de la calle Valldonzella y conocido mundialmente como Mister Quevedini, uno de los maestros mundiales en el arte de adiestrar insectos, que compraba pulgas a peseta la pieza.

Quevedo había comenzado exhibiendo fenómenos de la naturaleza (llegó a presentar un matrimonio entre una giganta catalana y un enano andorrano, o un supuesto salvaje que supuestamente se alimentaba de carne humana). Pero muy pronto descubrió el negocio de las pulgas amaestradas, y a él se dedicó con tesón. Montó una compañía con 300 minúsculas artistas que trabajaban a cambio de sangre (al terminar la función dejaba que se alimentasen de su brazo), las mostraba en una barraca situada donde años más tarde se construiría el teatro Poliorama. Conocía a cada uno de sus bichitos por su nombre y nacionalidad, las tenía de todos los países donde había estado, aunque puntualizaba que la mayoría eran del barrio de Sants. Con sus pequeños astros del espectáculo recorrió medio mundo, actuando para toda clase de público. Aunque acabó arruinándose y pasando a formar parte de la bohemia barcelonesa más astrosa y decadente, la que se reunía cada noche en las tertulias del bar del Centro (hoy en día, parte de la moderna ampliación del Liceu, en la Rambla de Capuchinos). A este artista del barracón le entrevistó Carlos Caballero en 1926, para su serie Figuras del hampa internacional en La Voz. Y nuevamente el periodista Joan Tomàs en 1935, para Mirador. Entonces era un pobre jubilado vestido siempre de frac, con el pecho constelado de medallas, larga melena blanca y perilla romántica, que malvivía en el Barrio Chino como vendedor ambulante de relojes, bisutería, estilográficas o entradas de futbol. En pleno declive, los insectos adiestrados ya compartían espacio en la prensa con los nuevos insecticidas (como el Flit o el Vulcan-Gas) que garantizaban la destrucción radical de “chinches, polilla, pulgas, moscas, piojos y demás sabandijas”.

El espectáculo más recordado fue en 1929, con 32 bichos bailando una sardana... con barretina

El circo de pulgas más recordado de la ciudad fue uno de los últimos que se pudieron ver por estas latitudes. Tuvo lugar con motivo de la Exposición Internacional de 1929, el gran cronista Domènec de Bellmunt lo contó en su Anecdotario inédito de cincuenta años de periodismo catalán. Para contemplar aquellos shows, el reducidísimo público (tan sólo seis personas por pase) debía mirar a través de unas lentes de aumento. Dentro de una caja de cristal, las pulgas bailaban un vals de Strauss, luego una danza oriental vestidas de odaliscas, y una sardana de Pep Ventura a cargo de 32 bichos con barretina, cuyo número final consistía en una despedida circense de múltiples pistas que incluía desde pulgas equilibristas a pulgas payasas. Bellmunt entrevistó al domador —un sabio alemán según el cronista—, que le contó las diversas procedencias de sus animalitos, catorce de los cuales eran auténticas pulgas barcelonesas nacidas en diversos barrios, desde aristocráticos ejemplares de Pedralbes y la Bonanova, a democráticos insectos populares cazados en el Paral·lel, o “pulgas catalanistas del Barrio Gótico”.

El recuerdo de tan insólito espectáculo se perpetuó durante mucho tiempo después. En 1985, el periodista Jordi Torras recordaba en La Vanguardia la pasión de Carlos Gardel por Barcelona. Y citaba el partido de fútbol que unas pulgas amaestradas habían disputado en La Foixarda, en un pabellón del recinto de atracciones exóticas de la Exposición Internacional donde compartían espacio con domadores de serpientes, una fuente de mercurio, o un depósito de agua que simulaba el fondo marino. Aquel artículo provocó diversas cartas al director por parte de lectores que habían asistido a las funciones durante su niñez. Como prueba presentaban folletos publicitarios de las representaciones y de otras anteriores realizadas por la misma compañía en el parque de atracciones del Turó Park, durante la década de 1920. Añadían que el colofón final de aquel circo era una suntuosa boda, que incluía una carroza nupcial tirada por cuatro hercúleas pulgas. Así pues, parece ser que la historia de los parásitos amaestrados tuvo un final feliz.

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