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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ‘brigada Aranzadi’

Sin posibilidad de una reforma, la democracia está mermada en España por una interpretación rígida de la Constitución

España tiene, obvio es decirlo, tres grandes problemas: una crisis económica que dista de estar resuelta; una crisis política, por agotamiento del modelo instaurado en la Transición, bañado por dosis masivas de corrupción; y el problema del modelo territorial, que es el que me interesa ahora. Ese eufemismo señala el irresuelto problema de cómo articular un Estado no unitario en el que pudieran convivir varias comunidades culturales próximas pero que entienden de modo diverso la res publica; y hacerlo sin que ninguna esté supeditada al centro, que debería ser el resultado colaborativo y solidario —es decir, asimétrico— de las diferentes entidades políticas que conformarían ese Estado ideal.

Es un problema histórico. Sin embargo, recurrir a la historia no lo va a arreglar. Solo lo pueden arreglar el diálogo y la democracia. Diálogo quiere decir sentarse a hablar con el primordial propósito de todas las partes de llegar a un acuerdo, en el que todos cedan en aspectos no siempre menores, en aras de un arreglo duradero y beneficioso para todos. Democracia supone algo más que votar. Supone que ciudadanos y comunidades reconocibles tengan su voz expresada en condiciones de igualdad y libertad. Exige debate, reflexión, compromiso y ejecución leal de lo acordado mayoritariamente, se esté o no de acuerdo.

Poner líneas rojas o plantear aspectos innegociables ya es un mal camino. El “ni quiero ni puedo” de Mariano Rajoy es una muestra inequívoca de lo contrario. Sin embargo, marca un rumbo que conduce al fracaso colectivo, en el que los obtusos llevarán la peor parte. Como aconteció con la inadmisión a trámite por parte del Congreso de los Diputados de la petición del Parlament de transferencia de la competencia para realizar un referéndum sobre el derecho a decidir. Tuvo lugar el 8 de abril de 2014, fecha aún más importante que la del 28 de junio de 2010, la de la anulación parcial del Estatut de 2006 por el Tribunal Constitucional.

Desde 2010 no ha parado de crecer la movilización en Cataluña contra la amputación del autogobierno y la recentralización, agudizada con el Gobierno del PP. Hasta tal punto ha crecido, que forma parte de la política institucional del principado. Nada nuevo hasta aquí.

Lo que no se ajuste a su interpretación constitucional será recurrido ante el Tribunal Constitucional, que, por sus resoluciones,  no parece lejano a tales interpretaciones

Llama la atención que, aun descontada la teatralidad de la política, nada permite suponer acercamientos no visibles entre Madrid y Barcelona. Al contrario, echando por la borda cualquier atisbo de entendimiento, empezando por querer españolizar a los niños catalanes (palmario lapsus), el Gobierno ha puesto en marcha la llamada brigada Aranzadi. Así es: todo lo que no se ajuste a su interpretación constitucional será recurrido ante el Tribunal Constitucional, que, por sus resoluciones —y no solo en este terreno—, no parece lejano a tales interpretaciones. Nada que vaya en contra de cierta visión de la Constitución va a ser admitido.

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Conscientes de este callejón sin salida y bloqueado políticamente el sistema de reforma de la Constitución, pese a negarlo, rige de facto la militancia constitucional. Así, fuera de tal modo de actuar y, por lo visto, de sentir, no parece permitirse ni puede haber vida política. De nuevo, la disidencia es el demonio. De esta suerte, en España la vida política, en lo esencial, es solo formalmente democrática, pues el principio democrático del artículo 1. 1 de la Constitución queda preso de una interpretación reglamentista del texto. O lo que es lo mismo, España no está limitada en su quehacer político por la democracia, sino por la Constitución, mejor dicho, por una interpretación restrictiva de la Constitución.

Un último caso lo pone de manifiesto. La recentísima sentencia del Tribunal Constitucional del 5 de marzo anula una serie de disposiciones de la ley catalana del Síndic de Greuges por entender que amparan actividad internacional constitucionalmente prohibida a la Generalitat y el control de instuiciones del Estado central en Cataluña por el Síndic. Sin embargo, la cosa va de una denominación, la “Autoridad Catalana para la Prevención de la Tortura” y de la supervisión de la indemnidad de los derechos fundamentales en centros dependientes del Estado central, los CIE, por ejemplo. En una democracia, dejando de lado otros detalles no menores de la sentencia, la cuestión no iría sobre denominaciones y competencias, sino sobre la observancia y garantía de los derechos fundamentales, de los que la integridad física y moral es la base. Pues de esto, la sentencia no dice nada.

Para ella y para el Defensor del Pueblo que suscitó el recurso, no es más que un tema competencial, como si de etiquetar el queso se tratara, y no de la protección de un derecho fundamental radicalmente democrático. En momento alguno censura —lo que de ser cierto, resultaría imprescindible— si la protección de los derechos fundamentales encomendada en Cataluña al Síndic de Greuges es menor que en el resto del Estado. En fin, la democracia no cabe embridarla con formalismos, pues es el instrumento para fomentar la plena convivencia.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la UB

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