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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tiempo, ese gran jugador

El 9N marca un antes y un después. Antes en ascenso constante, ahora en la llanura o incluso en suave declive.

Lluís Bassets

En política el tiempo es una materia preciosa. El arte de la política es en buena parte el de la gestión del tiempo. Todo tiene su tiempo y no hay mayor virtud política que saber encontrar el momento exacto, es decir, el punto de madurez de las cosas.

Hay ocasiones en que el tiempo aún no ha llegado y el político que se precipita lo pierde todo y se pierde a sí mismo. Sucede también el caso contrario, en que dejamos pasar el punto preciso sin tomar la decisión trascendental y, cuando la voluntad dicta el momento, ya no sirve porque el tiempo ha cerrado sus puertas.

El tiempo es también un gran ingrediente de la fórmula para la solución de los conflictos. Pero es un ingrediente peligroso, que hay que saber manejar en vez de dejar que sea él quien nos domine. Hay que diferir los acuerdos necesarios cuando no se pueden alcanzar ahora mismo; aplazar la aplicación de las medidas más difíciles de admitir por las partes que negocian; convertir incluso en una vaga meta futura sin plazos precisos lo que sabemos que jamás obtendremos.

Muchos errores tienen su origen en la rigidez temporal. Quien considera que ya ha esperado demasiado para lanzarse a por el máximo objetivo, en vez de seguir esperando tal como ha venido haciendo durante años con resultados positivos, se arriesga a perder cualquier oportunidad futura.

El tiempo produce espejismos, a veces ilusiones autoinducidas por una inflamación del deseo que no se corresponde con la realidad. Uno de ellos, y quizás el peor, es el de la última oportunidad. Adornado de dudas y de escepticismo, el tiempo nos susurra que es ahora o nunca: quizás te equivocarás, pero más te equivocarás si no lo intentas porque nunca más habrá una situación tan interesante para intentarlo.

Quien incurre en este error, por grande que sea su prestigio y veteranía, revela que ha prescindido de los instrumentos básicos de un buen político. Cabe dudar, de entrada, sobre el diagnóstico: que sea una oportunidad clara. Cabe dudar también de que sea la última. Si quien lo afirma es un político jubilado, sumergido en las cavilaciones de la vejez y corroído por los efectos de la corrupción en su familia y en su legado, hay que dudar todavía más de la justeza e incluso de la intención de su mirada. Siempre hay una nueva oportunidad para quien tiene tiempo por delante, pero ciertamente no la hay para quien está a punto de desaparecer.

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El proceso soberanista nos ofrece abundantes ejemplos de la acción del tiempo político. Venimos de una etapa en la que todo era perentorio y precipitado, con caminos balizados por hitos irreversibles, peldaños y rellanos que nos iban a conducir sin retroceso posible al feliz destino marcado por los líderes del proceso; y nos hemos adentrado en otra etapa lenta y confusa, de desenlace indeterminado e impreciso, en la que el mayor esfuerzo se concentra en disimular y combatir la división y el desánimo que está cuarteando las filas soberanistas.

El 9N marca un antes y un después. Antes en ascenso constante, ahora estancado en la llanura o incluso en suave declive. Antes con una clara hoja de ruta, que mal que bien fue cumpliéndose paso a paso, ahora sin mapas ni guías para orientarse. Antes, los plazos organizaban y apremiaban, mientras que ahora son borrosos y desorientadores. Todo se fia a un 27N calificado como de plebiscitario, pero de pronto irrumpe el 24N municipal como una nueva primera vuelta del plebiscito e incluso el momento de la desconexión con el Estado según una de las últimas improvisaciones del presidente Mas.

La mayor novedad es que el tiempo adopta un ritmo electoral. Ciertamente, en democracia, el tiempo es siempre electoral. Gobernar es desde el primer día hacer la campaña para las siguientes elecciones. Pero esta identidad entre elecciones y acción de gobierno es más precisa y eficaz en un año como el actual, con cuatro elecciones destinadas a cambiar el mapa español.

Ahora el soberanismo comprueba en sus carnes el efecto centrífugo de las elecciones inminentes. Unidad y urnas son términos contradictorios. Cuando hay pastel a repartir cada uno va por su cuenta a buscar la porción más grande. Quien crea el cuento de la unidad sabe que se arriesga a quedarse sin porción. Cuando se fija la fecha tan precipitadamente como ha hecho Artur Mas, adiós a cualquier perspectiva unitaria. Anunciar las elecciones a nueve meses vista y hacer una lista unitaria soberanista como pretendía era una ilusión impropia de políticos experimentados.

Cinco meses han pasado ya sin que pase nada, algo a lo que no estábamos habituados. El movimiento ha perdido inercia e iniciativa. Al entusiasmo decreciente de la militancia no le bastan ni siquiera las múltiples torpezas y maldades del centralismo para salir de su letargo. Y eso sin contar con las torpezas del propio campo, que no han faltado, como la inhábil jugada de las estructuras de Estado, invalidada desde el Consejo de Garantías. Ahora no hay más remedio que remar, a la espera de que la siembra, realmente indiscutible y eficaz, produzca suficientes frutos en las municipales y las catalanas como para mantener viva la esperanza.

Históricamente, la impaciencia ha sido la peor consejera del catalanismo. Nada permite pensar que en el nuevo mundo global y digital tengan que ser las cosas distintas para los catalanes y que a partir de ahora sea definitivamente inútil nuestra proverbial y obstinada paciencia histórica. Aunque muchos impacientes así lo crean, esto es algo que está todavía por demostrar.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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