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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La metáfora de las Casernes

La identidad no es barrera cuando se comparte el futuro. La cuestión, pues, es la exclusión, no la desigualdad

El espacio de las Casernes de Sant Andreu sería melancólico si no fuera por los hierbajos que crecen salvajes y que le dan vida. Una valla blanca lo circunda todo y en otra valla, perpendicular, hay pintada una inmensa bandera rojigualda, desproporcionada en medio de tanto silencio. En un extremo del paseo de Torras i Bages están las viviendas que, deduzco, pertenecían a los oficiales de los cuarteles. Son pisos sólidos, de estilo ecléctico, con unas columnas panzudas, muy bonitos: mientras los miro, entra en el portal un coche negro y grande, un coche con aire oficial.

Una de las porterías anuncia la Hermandad de los Legionarios de Cristo, “local privado”, cuya actividad provoca quejas de los vecinos, pero es que en otra portería, justo al lado, se alojan los Caballeros Mutilados. Vecinos hay pocos, debido al descampado, pero en la otra acera se estrena una comisaría de los Mossos, de color gris como todas, y la hermosa y funcional Casa Bloc.

Este ha sido un espacio disputado: antes de demoler los cuarteles, nació aquí el primer campamento de inmigrantes sin otro techo posible, el primer conflicto entre la ley y la solidaridad. Aquí también se planificaron equipamientos que se iban a pagar con plusvalías, como si las corporaciones públicas —estos terrenos son del Consorci de la Zona Franca— no tuvieran la obligación de equipar los barrios sin esperar un beneficio en efectivo. Cuando declinó la tríade de pisos-oficinas-hoteles que estuvo detrás de las grandes transformaciones en tiempos de burbuja, se quedaron vacíos los descampados. Ahí está la Sagrera, que camina a paso de tortuga, es decir, a paso de inversión ministerial.

El caso es que los vecinos, que reclaman un poco de vida en este espacio, ahora reconocen que aquellos equipamientos que habían pactado estarían hoy “anticuados”. Eso dicen, y es preocupante que se planifique sin criterio, con una fecha de caducidad tan corta, con una mirada tan presentista que en diez años lo reclamado ya no serviría.

Los equipamientos son una pieza indispensable en el barrio, pero no es la única pieza; nadie duda que en tiempos de crisis también hacen falta ayudas concretas que salven a la gente de la penuria. Pero la ciudad tiene que aportar una tercera pata de sostén: las expectativas de futuro. En las tristemente famosas periferias de París, cuando hay disturbios lo primero que arde son los equipamientos. El muchacho de la banlieue se va con el molotov a la biblioteca o al centro cívico y le prende fuego, como diciendo que a él nadie lo va a comprar con un equipamiento, si no le están dando comunidad. ¿Cómo pertenecer a un sitio sin futuro? Se habla mucho de la crisis de identidad de las poblaciones que ya son nietas de las viejas migraciones, pero el problema sigue siendo de expectativas. La identidad no es barrera cuando se comparte el futuro. El tema, pues, es la exclusión, no la desigualdad. Se puede empezar desde abajo si hay camino hacia arriba. La gastada metáfora del ascensor social.

Una metáfora que sólo se pone en marcha si la ciudad funciona en su conjunto como motor económico encajado en un contexto internacional. Hace falta la beca del comedor pero también el Mobile World Congress que empieza de aquí a pocos días. Lo resumía de forma brillante el concejal Antoni Vives el pasado martes en el Ateneu Barcelonès. Expuso, sin una sola nota escrita, un modelo integral en el que el fablab —impresión en 3D según la tecnología propuesta por el MIT— de Ciutat Meridiana se daba la mano con la proyección de Barcelona, partiendo de una identidad que él llamaba espiritual y que resultaba ser una combinación de cultura (mestiza), proyecto, ambición y cohesión social. Barcelona en el mundo, desde el barrio humano, solidario, integrado. Ninguno de estos polos se puede olvidar. El modelo de Vives es impecable, una suma de valores, otra cosa es que se vea claramente en la política cotidiana.

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Hace poco, la gran Saskia Sassen, que es una mujer brillante, cosmopolita, que salta de una idea a otra convencida de que las ideas se fecundan entre ellas, decía en el CCCB una cosa grave: está de moda hablar de desigualdad, pero se trata de justicia. La desigualdad ha existido siempre, afirma, lo que tenemos que asegurar es que haya justicia. Que es, diría yo, una cuestión de dignidad.

Que la renta de Nou Barris sea la mitad que la de Pedralbes no es injusto si Nou Barris no es una condena para la generación que ahora juega en sus plazas. Lo que establecía Saskia Sassen, con su acento porteño, es que no estamos controlando como ciudadanos las fuerzas que mueven el mundo y que ella centra en el capital financiero. La ciudad es, sin embargo, un buen instrumento para controlar los efectos de ese poder ciego y egoísta. Porque la ciudad es proximidad, es solidaridad, es distribución de la riqueza en forma de oportunidades. Hey, si la ciudad funciona.

Patricia Gabancho es escritora.

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