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LA CRÓNICA DE BALEARES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Chorizos o ‘botifarrons’, cuestión de estilo

Se lanzó una oferta comercial, una afrenta, un intento de suplantación o sustitución con un menú estridente, exótico, ajeno a la tradición

Palma de Mallorca -
El 'botifarró' es todo lógicalocal; el chorizo y la morcilla son un injerto extraño.
El 'botifarró' es todo lógicalocal; el chorizo y la morcilla son un injerto extraño.TOLO RAMON

El frío, la aguanieve que gotea, el invierno duro que se cuela por las rendijas crea corrientes domésticas mal sanas, “un frío de peste”, dicen. La humedad es consustancial a las casas viejas en las que llora agua en la cal y de la piedra arenisca marès.

Las viviendas mantienen a raya el sol que arde y guardan la frescura en verano, conservan la comida pero los muros son esponjas que exudan. Es un clima interior ideal para conservar muebles de caoba y cultivar reuma.

Encogidos, hay que encender fuego en la chimenea y hacer populares comidas rápidas, de pan y tajadas asadas a la brasa, sobre el rescoldo. Son/eran pequeñas fiestas caseras, fogatas privadas que prolongan el sacrificio del cerdo y sus conservas, los embutidos delgados (llengonissa, botifarró) y la ventresca, el tocino.

El embutido negro insular es la idea de un pequeño país, el combate del ahorro

En enero, en las Baleares, el frío es crudo y militar, oprime las conciencias y penetra hasta los huesos. Las viejas de rosario —que ya cuentan con más de 80 años— explican que por estas fechas las mujeres mayores y los niños criaban sabañones, sedes rojas en la nariz y los dedos. Ahora no se ven estos semáforos del tiempo sobre la piel, no aparecen porque los malditos días fríos fueron dominados con la ayuda de la electricidad y el gas butano.

En esta esquina invernal, en circunstancias incómodas, acontecen festivales sociales callejeros. Por todas partes, en los entornos rurales y urbanos, celebran fiestas grandes alrededor del fuego y de la comida, mientras el día se alarga porque el sol se alza. En la semana de los santos barbudos ermitaños o no (Antonio, Mauro, Pau, Honorato) estalla el folclore bullicioso y gastronómico, movido además por la sed y las masas jóvenes en movimiento, cerca de las hogueras y las torrades en la calle.

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La tribu en su entorno, con fuego, el cerdo y el santo. Este hito popular tiene sentido ritual, social, cultural, porque habla de las costumbres y de los alimentos autóctonos, ligado todo a una manera de enfrentarse a la vida y la existencia. La fiesta llegó hasta aquí por la reiteración de los hechos y los modos colectivos.

La minimización de lo local es por la presión demográfica y sus modas importadas

Este año, una red popular de supermercados, aliada con una fábrica de embutidos, ha hecho una propuesta de nuevo menú, con anuncios masivos. Surgió una oferta comercial de sustitución cultural: en el pack para torradas, en vez de la llengonissa y el butifarrón tenían el dominio el chorizo y la morcilla, añadidos al botifarró; también es habitual meter chistorra y panceta.

La proposición es una afrenta, un intento de suplantación o sustitución, un menú estridente, exótico, ajeno a la tradición porque enmienda aquello que es natural y habitual, fruto de siglos de uso común, una convención. Es un intento de mudanza dirigida, una insolencia. El chorizo y la morcilla son un injerto extraño, ese día.

Un butifarrón (o un blanquet) es una síntesis gastronómica, un manifiesto, una especie de píldora comestible de un pequeño país, fruto de su combate imaginativo y de ahorro, un sabor intransferible.

El microembutido oscuro quizás es la consecuencia de la experimentación anual en la matanza, del ensayo prueba/error. La cordura de la cata de los ancianos mantiene el pulso y las alianzas del gusto del clan, es el poder y el libro de estilo culinario.

Estas piezas, en ristras, son joyas según recetarios familiares: con sangre o no, con anís, con torreznos, gruesos o muy picados, delgados, calientes o fríos, o secos o viejos. Mallorca está dividida entre los pueblos que añaden sangre al butifarrón y los que no. El único eco medieval de la pugna de la Ciutat y la Part Forana, la isla extramuros, son las empanadas dulces de los señores de Palma y las normales —sin zumo de naranja o azúcar a la pasta— populares, de los pueblos.

Los procesos de minimización de las culturas autóctonas son fruto de la presión demográfica con modas importadas. Se imponen las novedades ante la renuncia de los locales a seguir siendo lo que eran sus padres y sus costumbres. Las derrotas se tornan irreversibles.

En la nariz, los ojos, la bóveda del paladar y la lengua están las terminales educadas por materias de supervivencia. Los platos y sabores de la madre o su abuela, por ciclos, no se olvidan. Los bocados iniciáticos quedaron registrados en los almacenes neuronales, un todo insobornable, de detalles y argumentos cocinados en la sensibilidad.

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