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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La muerte en Verdi Hills

Verdi es un emblema en nuestra República. Se llena de ese público de VOSE, que históricamente siempre se ríe antes del chiste

Cinemes Verdi, antes Cinema Verdi, antes cine Verdi, parece que sea un objeto de toda la vida, como la aceituna rellena, por otra parte otro objeto no muy antiguo. Tiene, sin serlo, todo el aspecto de haber sido el cine de barrio en donde actuaba, en los descansos de varietés, El Torero Rapsoda, uno de los charnegos de Marsé. Los charnegos de Marsé, por cierto, tienen su biotopo en Verdi y alrededores. Curiosamente, el primer charnego –etimológicamente, el hijo de una catalana y un francés mal-rollo, de los que se bajaron a acabar con el trienio liberal-, fue intelectualizado a 50 metros del cine, en el palacio de verano de la Virreina, actual Plaça de la Virreina, cuartel de la delegación para Barcelona de Los Cien Mil Hijos de San Luis.

El cine Verdi está situado, por tanto, en el corazón físico y espiritual de la República Federal de Gracia, que agrupa el topónimo de sus calles en tres packs. Las calles masónicas tienen nombre de planetas y estrellas, se organizan en torno al gran reloj de la Campana de Gràcia, repleto de simbolismo cósmico –hasta el 39, cuando todo desapareció, esa campana fue un símbolo republicano peninsular de primer orden-. Son calles que evocan un tiempo en el que, en la Vila y en Barcelona, los librepensadores, los federalistas y los primeros anarquistas, eran un grupo determinante y difícil de distinguirse entre sí. Luego están las calles con nombre de santo. Y luego las calles con revolucionario egregio. Verdi entra de cuatro patas en ese trade-mark. Evoca a Verdi, emblema del Risorgimento, y un compositor que lo era todo en Barcelona durante un periodo en el que la ciudad, muy italianizada, tenía una inteligentsia trilingüe. La cosa acabó con un cambio de paradigma cultural, cuando llegó Wagner, ese tío tieso, y mandó parar.

Verdi es un emblema en nuestra República. Se llena de ese público de VOSE, que históricamente siempre se ríe antes del chiste. Una cola gansa lo recuerda cada fin de semana. En ella hacen fila matrimonios y exmatrimonios, parejas de novios, tipos con barba y tipas sin un pelo. Que sea un emblema sentimental no quita que también pueda estar patrocinado por Qatar/haber sufrido una gestión ocurrente. Tampoco quita que esté sufriendo, en el lado del dolor, la última batalla en el mundo de la exhibición de cine, consistente en la implantación del nuevo proyector impuesto por las majors. Una joya. 60.000 pepinos y la posibilidad, en breve, de proyectar las pelis que reciba vía satélite. Esa máquina está acabando con las multisalas –multipliquen 60.000 por X-, la penúltima fórmula de supervivencia de los antiguos cines. Si uno lo piensa, la historia del cine, desde el nickel odeon, hasta esa máquina, es la historia de cómo aumentar el beneficio del emisor. Es la historia de cómo se han ido eliminando todos y cada uno de los sistemas de exhibición y, en el mismo itinerario, posibilidades de películas cada vez más improbables.

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