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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La casta del galgo

¿Hasta dónde llega la legitimidad de algo, lo que sea, decidido de manera asamblearia?

Todo parece indicar que este año va de veras, con sus numerosas citas electorales (municipales, autonómicas y generales) y la proliferación de agrupaciones o de partidos políticos resueltos a alcanzar una representación ciudadana a la altura de sus méritos, sus deseos, o sus ilusiones. El número de votantes con derecho a voto será más o menos el de siempre, pero el de ciudadanos votados quizás crezca algo debido a la multiplicación de la oferta, rebajas incluidas. La estrategia a seguir por las numerosas formaciones políticas pronto se verá casi en su punto, si lo tiene, pues resulta obligado pasarlo todo a limpio antes del examen final, a fin de introyectar entre los electores el mejor camino a seguir el día de la convocatoria. Aunque no siempre resulta fácil despejar dudas, evitar vacilaciones o forjar alianzas apresuradas, no hay duda de que veremos eso y más según se avance de las municipales a las autonómicas y, para arrancar con otro año más, las generales, en una escaleta probablemente cambiante en significaciones, apropiaciones debidas o indebidas, y otras escaramuzas de abolengo que anuncian las vísperas de tantas luchas finales.

Pero habrá que andarse con cuidado en la elaboración de las escenas mayores de esa escalada de ofertas decisivas que nos esperan y que habrán de decidir nuestro futuro hasta las puertas del 2020. Y así, es de esperar que la candidata de Podemos por Sevilla no repita aquello de que la Semana Santa continuará si los ciudadanos lo quieren. Supongamos que no quieren. ¿Cómo hacerlo saber? ¿Constituyéndose en asamblea que decide por mayoría optar por el No a la Semana Santa de Sevilla, lo que quizás obligaría a una consulta similar en toda Andalucía? Y ¿quién certificaría los resultados? ¿El delegado del Gobierno en cada provincia andaluza? Algo pareció para esta Comunidad, aunque aquí ya han dictado un chusco Observatorio dispuesto a decidir sobre qué actividades ancladas en el pasado y con visos de permanecer en el futuro merecen el aprobado en lo que toca a ser reconocidas como integrantes de nuestras Señas de Identidad. Además de las Fallas, el Corpus, y de más o menos lo de siempre, ¿se admitiría pulpo como animal de compañía a propósito del mercadillo que se planta los domingos de mañana junto a Mestalla? Y, de nuevo ¿quién habría de decidirlo? Porque si se decide en una asamblea de los vecinos (¿la casta?) de Blasco Ibáñez-Aragón, el resultado es obvio. Y así todo lo demás. Es decir, ¿hasta dónde llega la legitimidad de algo, lo que sea, decidido de manera asamblearia? ¿Y a santo de qué ese procedimiento se adornaría de una veracidad de la que carecen otros?

A los optimistas militantes de no se sabe bien qué razón histórica conviene recordarles que la cancioncilla que afirma que el pueblo unido jamás será vencido es incierta: siempre ha sido derrotado, ya sea por Pinochet, Zaplana, Hugo Chávez, Rita Barberá, Sonia Castedo o lo que vendrá. Y que estamos en lo mismo: el territorio de las ilusiones siempre perdidas y la bruma de sus múltiples rencores. Casi nadie vive como quiere, y de ahí que haya que recurrir a la sensata argucia de que es preciso elegir a los dirigentes políticos cada cuatro años, que es, tirando por lo alto, el tiempo de vida que les queda a los hepáticos sin medicación. ¿A que sí?

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