_
_
_
_
_

El hombre que cantaba para sí mismo

Van Morrison impuso su sonido en un Liceo que holló sin estridencias

Van Morrison, en el Liceo.
Van Morrison, en el Liceo. Massimiliano Minocri

Sonó su saxo, comenzando el concierto, quedo, sin estridencias, y olvidamos que fuera llovía, que el atardecer había sido inclemente y que estábamos en el peor tramo de enero, el que te berrea, este sí estridente, que la vida normal ya ha vuelto. Pero siempre hay un espacio para un paréntesis, aunque haya costado el ojo de una cara en forma de entrada para un nuevo festival de postín en el Liceo. Y allí estaba él, bajo su sempiterno sombrero, esa prenda que le pega aún más a esa tierra de la que brota su música, soplando su saxo e iniciando un concierto que sin grades alardes congració a sus seguidores con la música de un artista tan clásico como ese blues y soul del que mama su talento.

Y como siempre ha tenido voz de viejo, el tiempo apenas puede mellarla. Sí, se dirá no sin razón que cuando cantó Moondance no había la tensión y el brío de una voz sin canas, pero no resultó menos cierto que Van Morrison, ajustando el volumen del concierto como si se tratara de un equipo de alta fidelidad que cuanto más bajo suena más matizado y dúctil resulta, ya no necesita gritar para decirnos que ha vivido y cantado como si ambas actividades fuesen sinónimas. Por eso su concierto fue como pasear por un agradable paisaje conocido. Y no tanto porque su repertorio fuese muy popular o trufado con éxitos, sino porque la música de Van Morrison tiene la rara virtud de resultar familiar incluso aunque se desconozca. Es el activo de la música ajena al tiempo, siempre mantiene un algo de familiaridad que hace que se sienta como si estuviese incorporada a la memoria de la especie. Claro que según cómo eso puede representar algún problema. Por ejemplo provocar una cierta rutina a la hora de interpretarla, ajustada siempre a un mismo guion. Es por ello que Van Morrison, como Dylan, puede anunciar un repertorio y luego saltárselo a la torera para vivir exclusivamente de las canciones que le apetece tocar en cada momento, dictadas a sus músicos cuando los aplausos que saludan a la anterior aún sacuden el aire. Y sí, Van Morrison se saltó su propio guion e hizo, nobleza obliga, lo que le vino en gana. Faltaría más.

En su repertorio del Liceu convivieron las canciones que él ha admirado como aficionado, versiones como Sometimes I Feel Like A Motherless Child o I Can't Stop Loving You entre otras; recuperó piezas tan antiguas como su equidistancia de las sonrisas, casos de la citada Moondance o de Brown Eyed Girl y, en suma, se paseó por alguno de los muchos los momentos que han orlado su carrera, tales como Whenever God Shines His Light, Days Like This, Open The Door To Your Heart, Enlightenment o esa estupenda versión, plácida de nuevo, que realizó de No Guru, No Method, No Teacher antes de dar paso a Gloria. Sí, parecía cantar para sí mismo, usando una voz de hombre sabio que no precisa ser dulce para enternecer. Pareció decirse que no por cantar más alto la lluvia de fuera se olvidaría antes.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_