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Elecciones Catalanas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Prohibido eludir a Carl Schmitt

Hay que mostrar de forma clara las propuestas que tienen conexión con el nazismo para advertir de su peligro

Manuel Cruz

Señalaba hace algunas semanas Enrique Gil Calvo en un artículo publicado en este mismo diario, Plebiscitos, el error que había cometido el nuevo ministro de Justicia en una intervención reciente al comparar la disyuntiva entre legalidad y legitimidad que plantea el president Mas con el debate entre Kelsen, el filósofo del Estado de derecho, y Schmitt, el jurista del nazismo. Aunque a Rafael Catalá le asistiera en teoría la razón, argumentaba nuestro analista, la habría perdido al incumplir la célebre ley de Godwin que reza: "Una discusión caduca cuando uno de los participantes menciona a Hitler o a los nazis".

Si se interpreta de manera restrictiva la supuesta ley —cosa que no hacía Gil Calvo pero que sí hacen muchos desde hace un tiempo en Cataluña— nos podríamos encontrar con la situación, tan paradójica como poco deseable, de que ningún participante en una discusión política mencionara ni a Hitler, ni a los nazis ni, por extensión, a ningún teórico del nazismo para no correr el riesgo de que el debate en cuestión finalizara de mala manera. Examinada con un poco de atención, la ocurrencia (hablar de "ley" suena un poco excesivo) de Godwin tiene un aroma a conversación ingeniosa y relajada entre aristócratas británicos a la hora del té. En cierto sentido, se diría el reverso de la frase pronunciada por Stephen Daedalus en el Ulises, de Joyce: "Ya que no podemos cambiar el país, cambiemos de conversación".

Pero vale la pena preguntarse si el valor supremo de la discusión teórica ha de ser mantener las formas en el sentido de que ningún participante en el mismo pueda sentirse incómodo o, por el contrario, se considera mucho más importante alcanzar objetivos como la clarificación de los argumentos o incluso una correcta descripción de los hechos. Facilitará la respuesta imaginarse lo que el día de mañana podrían pensar aquellos que reconstruyeran los debates actuales y constataran que hubo quien en su momento percibió peligros tan severos como el del deterioro de la democracia o el deslizamiento hacia actitudes poco respetuosas con el Estado de derecho, pero se abstuvo de denunciar su gravedad con el argumento de que... no quería que la discusión terminara abruptamente.

Por si hace falta explicitarlo, diré que estoy absolutamente en contra de la banalización del nazismo, del fascismo e incluso del franquismo, actitud en la que, por cierto, no estoy seguro de poder contar con un absoluto respaldo a mi alrededor. (De hecho, en Cataluña por menos de nada se denomina facha al discrepante: tanto Josep Rull como López Tena han tildado ¡de joseantoniano! a Pablo Iglesias por no entusiasmarse con el secesionismo, de la misma manera que se ha convertido en moneda corriente por parte de los guardianes de las esencias patrióticas denunciar como "nostálgico de la España una, grande y libre" a todo aquel que no abrace sin reservas la propuesta independentista, por más acreditada trayectoria antifranquista que pueda presentar). Pero no creo que de ello se desprenda la consecuencia de que lo mejor sea ni mentar tales ideologías. Por semejante vía, acabaríamos considerando afín a ellas únicamente a quienes se acogen a su simbología más inequívoca (cruces gamadas, yugos y flechas, banderas preconstitucionales, etc.), lo que resultaría a todas luces exageradamente restrictivo.

Más razonable parece, en vez de utilizar tales etiquetas como armas arrojadizas, mostrar de manera argumentada y clara en qué medida determinadas propuestas, actitudes, iniciativas o valores tienen alguna conexión con aquellas nefastas ideologías y, por ello, deben ser criticados en la plaza pública precisamente para advertir a la ciudadanía del serio peligro que constituiría el retorno, por maquillado que fuera, de las mismas.

En ese sentido, tiene mucho de farisaica la actitud escandalizada con la que reaccionan muchos soberanistas cuando se les señala la proximidad de algunos de sus planteamientos a los de Carl Schmitt. Si su genérico decisionismo siempre pareció inspirado en este autor, el comportamiento concreto de Artur Mas en determinados momentos se diría que lo ha tomado como modelo en algún aspecto que merece la pena destacar. Así, para Schmitt el soberano es aquel que impone el estado de excepción, quien deja en suspenso las leyes, porque, en el fondo, no está sujeto a ellas. Artur Mas, al que no le supongo lector de Schmitt (ni de pensador alguno, puestos a decirlo todo), parece estar llevando a cabo lo que bien pudiéramos llamar una lectura postmoderna de las tesis del teórico del nazismo.

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Dicha lectura, paradigmáticamente ejemplificada por el filósofo italiano Giorgio Agamben, entiende que el estado de excepción, más que representar el puñetazo en la mesa que hace saltar por los aires el entramado legal dado, lo que hace es definir y, sobre todo, mostrar la zona de indiferencia, los umbrales de indeterminación existentes en todo orden jurídico, para luego maniobrar sin limitación alguna en esa zona de grisura y sombra. Pues bien, ¿acaso hizo otra cosa Artur Mas con ocasión del 9-N al intentar aparecer ante los suyos como aquel que era capaz, con su proclamada astucia, de burlar todas las leyes y engañar al mismísimo Estado?

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona

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