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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona capital

El mundo global incentiva la obsesión por gustar a los otros, se gana en las clasificaciones pero se pierde autenticidad

La sucesión de elecciones de este año invita a reflexionar sobre diferentes escenarios de futuro. A finales de mayo, se elegirá el nuevo gobierno de Barcelona en unos comicios que podrían venir marcados por las elecciones catalanas. Desde ahora, además de las cuestiones locales, el debate sobre Barcelona está centrado en el papel que la ciudad ejercería como capital de un futuro Estado independiente.

Pero ¿qué significa hoy, en pleno siglo XXI, ser una capital? Históricamente, la capitalidad ha ido asociada a la idea de Estado, pues una capital es la ciudad que alberga la representación política y la organización administrativa. Pero también hay capitales más simbólicas: son aquellas que tienen un papel preponderante en algún ámbito. Milán es capital del diseño; Berlín, de la creación emergente, y Barcelona, de la arquitectura o la tecnología móvil. Se puede ser capital con y sin Estado.

Con Estado, las capitales ganan poder político y financiero e infraestructuras, pero también llevan el peso de la oficialidad y, con ella, los riesgos del inmovilismo y la burocratización. Los Estados tienen hoy menos poder, con lo cual sus respectivas capitales también han perdido capacidad de influencia que, sin embargo, han recuperado como nodos de redes globales al acoger sedes de grandes multinacionales y concentrar aeropuertos y otras infraestructuras de comunicación.

Las capitales asumen un doble valor de representación y de reconocimiento. La ciudad capital representa a un territorio que va más allá de sus límites urbanos

Con o sin Estado, una capital es simultáneamente la síntesis de una idea y la irradiación de una fuerza hacia el exterior. Es la unión entre una singularidad y el diálogo con el resto del mundo. El carácter de una ciudad viene asignado en gran parte por un contexto histórico y geográfico que la hace única e irrepetible. Barcelona es una ciudad de escala humana, con una geografía privilegiada que, junto a su historia, le confiere su particular singularidad. Su posición en el Mediterráneo y la proximidad con Europa la han convertido en una ciudad abierta, con un dinamismo surgido del espíritu industrial pero también de su obsesión por cuestionarse. Barcelona, como la mayoría de ciudades, lo tiene cada vez más difícil para ser singular en el actual entorno de homogeneización del paisaje urbano, proliferación de franquicias y descontrol de fenómenos globales como el turismo. Sin embargo, las ciudades siguen siendo libres para poner límites y crear marcos de acción que generen una determinada atmósfera, y para escoger con qué otras ciudades quieren dialogar.

Las capitales asumen un doble valor de representación y de reconocimiento. La ciudad capital representa a un territorio que va más allá de sus límites urbanos, se le presupone capacidad para integrar las sensibilidades del conjunto. Barcelona es hoy una ciudad de 1,5 millones de habitantes, con una irradiación sobre un área metropolitana de 5 en una Cataluña de 7,5. La relación entre Barcelona y Cataluña ha ido siempre teñida de recelos mutuos, pero la tensión entre ciudad y nación debería ser hoy una dicotomía superada. Una buena ciudad respeta y refleja su territorio, y un territorio bien articulado se siente orgulloso de su capital.

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La pregunta es de quién es el reconocimiento que busca la ciudad de Barcelona y para qué lo quiere

Sin embargo, este papel de representación está limitado por la autonomía de la ciudad y la imposibilidad de fijar sus contornos. Una ciudad es por naturaleza inatrapable, de formas inacabadas y límite difuso, y es precisamente en estas ambigüedades donde se forjan sus espacios de libertad. La ciudad pertenece a todos y no pertenece a nadie, de manera que su capacidad de representación nunca será absoluta.

La condición de capital también depende del reconocimiento de otros. Barcelona goza de un inmenso prestigio internacional que empezó en el 92 y la ha posicionado en la lista de ciudades más codiciadas por el turismo y los congresos. La pregunta es de quién es el reconocimiento que busca la ciudad y para qué lo quiere. El mundo global incentiva la obsesión por gustar a los otros, se ganan posiciones en las clasificaciones pero se pierde vocación de servicio y autenticidad. El problema de Barcelona es el reconocimiento que debe obtener de su interior. Los barceloneses sufren los efectos de una crisis con un enorme impacto local. No se trata solo de la desigualdad y de Nou Barris, sino también del empobrecimiento general de la clase media, como esos padres del Eixample, Gràcia o Les Corts que no pueden permitirse pagar a sus hijos las escuelas en las que ellos fueron escolarizados. El gobierno local, especialmente con cuentas saneadas, tiene una posición privilegiada para amortiguar los efectos negativos de la globalización. Ser capital es también ejercer este poder de transformar la realidad.

La pérdida de calidad de vida, la difuminación de su carácter y la obsesión por el reconocimiento internacional han generado un cierto desapego emocional de los barceloneses con su ciudad. Reivindicar la ambición de Barcelona a partir de su propia alma y con la complicidad de la sociedad civil es una condición indispensable para ser de verdad una capital simbólica y real.

Judit Carrera es politóloga.

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