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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La multitudes de fuera

Si insistimos en la necesidad de ‘limpiar’ de turistas el centro de Barcelona, estamos al borde de una disimulada xenofobia

J. Ernesto Ayala-Dip

Es raro el día que no me cruzo con turistas. No bien atravieso el portal de mi casa, esa gente que viaja por placer, según nos enseña el María Moliner que es un turista, me encuentro con ellos. Los veo en frente de mi domicilio, deslumbrados por el skyline de Barcelona. Se sientan en unos bancos diseñados para hacerles más próximos la línea del horizonte, como si pudieran tocarlo. O como si pudieran beberse el mar que divisan. También es raro el día en que no me preguntan algo. Dado que mi vivienda está en el trayecto que tienen que hacer para llegar al Parc Güell, se me acercan con sus planos desplegados. Algo desorientados me preguntan por el camino exacto que los lleve hasta Gaudí. A veces me da por pensar que lo hacen, no tanto por mi asesoramiento callejero, como por ganas de hablar con algún lugareño. Trato de ser escueto y eficaz en mis referencias, pero cuando los veo que se me quedan mirando como si lamentaran que todo acabe ahí, es cuando les pregunto de dónde vienen. Unos son de Bremen. Otros de Kioto. No faltan de Buenos Aires. Abundan los italianos o los franceses, según las épocas. Conocí una pareja de Helsinki y continuamos hablando en un restaurante gallego que hay a la vuelta de mi casa, entre tapas y cañas. Si responden a mi palique, miel sobre hojuelas. No siempre soy tan fantástico. Cuando el horno no está para bollos, procuro cumplir con un mínimo de educación y medida amabilidad. Nunca olvido que alguna vez durante el año, yo también soy turista. Yo también pregunto. Y también deseo que me den cuerda. Hasta aquí puedo decir que los turistas vienen hasta mí. Pero a veces también voy en busca de ellos. Me aposento en cualquiera de los bancos del paseo de Gràcia y los veo pasar. Tal vez no con la indiferencia premeditada con que Baudelaire, desde las terrazas de los boulevares parisienses, miraba a las multitudes. Mi observación es más solidaria, aunque probablemente no menos neurótica que la de aquel célebre personaje de Edgar Allan Poe que no bien comenzaba la noche se adentraba hasta las entrañas de las multitudes. Era su modus vivendi y su fascinante misterio.

Estas Navidades invité a unos amigos a cenar en un restaurante de la plaza Real. Es un restaurante italiano cuya especialidad son las pizzas. Puede que pertenezca a alguna cadena. Mis amigos dudaron. Lo hicieron porque ellos, como mucha gente de copiosas lecturas y sensibles al devenir poco halagüeño que nos depara el planeta, y como también mucha gente ignorante, pensaron que no era ese el lugar apropiado. Un restaurante en el corazón del turismo de masas, entre la turba invasiva, qué podría ofrecernos sino una comida prefabricada. Además el entorno no ayudaba a disipar ninguna de sus muchos prejuicios. Ni el restaurante, ni su decoración, ni la gente, la mayoría italianos, además de alemanes e ingleses. Pedimos tres pizzas y dos platillos de calamares a la romana. Cuando terminamos de cenar, mis amigos reconocieron la calidad de lo ingerido y, sobre todo, la calidad de los calamarcitos fritos como si los estuviéramos deglutiendo en el Albaicín de Granada. Subimos, luego, por las Ramblas hasta plaza Catalunya. Allí nos despedimos y nos deseamos un feliz 2015. Yo contento porque me pareció que había ganado para mi causa a unos buenos amigos.

Mi causa es que no podemos pasarnos toda la vida estigmatizando a los turistas

Mi causa es que no podemos pasarnos toda la vida estigmatizando a los turistas. No podemos seguir creyendo que ya no se puede caminar por las Ramblas porque ellos, además de ensuciar, nos robaron el espacio. Que yo sepa los turistas no nos echaron de ningún lado. No nos echaron de las Ramblas porque la progresía comprometida (la pija no bajó nunca, ni siquiera en los años setenta), esa progresía de la que yo formo también parte, se marchó sola. Desertamos de las Ramblas mucho antes del 92. Otra cosa muy distinta es exigir una mejor gestión del turismo. Si alguien cree que el turismo con valor añadido y no solo depredador, es posible ponerlo en práctica en Barcelona, que es posible, no tendré ninguna objeción que hacer. Todo lo contrario. Pero sí la tengo y la tendré con ese sector de la inteligencia barcelonesa que va elaborando una ideología de la precaución respecto a ese contaminante calor de masas que no es de casa nostra.

Si insistimos tanto en la necesidad de limpiar (palabra que suele usarse, no sé con cuánta mayor o menor conciencia de su peligrosísima connotación) de turistas el centro de Barcelona para que podamos recuperar nuestro paraíso perdido, creo que estaremos al borde de pisar terreno pantanoso, tan pantanoso como una disimulada xenofobia disfrazada del ideal de espacio público, público sobre todo para los que no son de fuera.

El turista es alguien que viene de otro lugar. Es un extraño. Para no pocos, la ciudad ideal debe inmunizarse de los “otros”. En fin, un asunto muy espinoso. Mientras tanto, tengamos mucho cuidado cómo tratamos a los que vienen a conocernos. No vendría mal recordar unas palabras del pensador coreano Byung-Chul Han: “Aun cuando el extraño no tenga ninguna intención hostil, incluso cuando de él no parta ningún peligro, será eliminado a causa de su otredad”.

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J. Ernesto Ayala-Dip es es crítico literario

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