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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dos reinas y un gran tenor

Con agallas y talento, Joyce DiDonato ha obtenido un merecido éxito en un papel de María Estuardo de la ópera de Donizetti que en el Liceo permanece ligado a Montserrat Caballé

La mezzosoprano Silvia Tro durante uno de los ensayos de la ópera Maria Stuarda, de Donizetti.
La mezzosoprano Silvia Tro durante uno de los ensayos de la ópera Maria Stuarda, de Donizetti.Andreu Dalmau (EFE)

Con el papel estelar de Maria Stuarda, una cantante se la juega: o sube a los altares líricos si supera los escollos de la sublime y dificilísima plegaria final con coro, o se hunde en el empeño. Con agallas y talento, Joyce DiDonato ha obtenido un merecido éxito en un papel que en el Liceo permanece ligado a las grandes noches de Montserrat Caballé. La diva catalana estrenó esta joya belcantista de Donizetti en 1969 y diez años después, en otra noche mágica, hizo historia; tras sostener hasta lo imposible un pianísimo sobre el Sol natural, hizo crecer, con un fiato prodigioso, la intensidad del sonido hasta alcanzar un Si bemol agudo que dejó extasiado al público.

Desde su condición de mezzosoprano lírica, DiDonato ofrece una valiente e inteligente interpretación, de fina musicalidad y riqueza expresiva. El papel tiene más brillo cuando lo canta una soprano, pero hay que quitarse el sombrero ante la vida teatral y la intensidad de un canto que, en el célebre choque de reinas, culminó con una imprecación de alto voltaje. Claro que en el foso, la sabia y experimentada dirección musical de Maurizio Benini dio vuelo lírico y teatral a una orquesta en buena forma.

Maria Stuarda, de Donizetti

Joyce Di Donato, Silvia Tro Santafé, Javier Camarena, Michele Pertusi, Vito Priante. Director musical: Maurizio Benini. Dirección de escena: Patrice Caurier y Moshe Leiser. Liceo, 19 de diciembre.

Otra mezzosoprano, la valenciana Silvia Tro Santafé, salió airosa de su primera Elisabetta; no es su mejor repertorio, pero su temperamental interpretación fue a más, mostrando el odio y la maldad del personaje con arrojo. Lo que no funciona bien es tener a dos mezzos como reinas enfrentadas: jugando con los colores de soprano y mezzo dramática, el duelo vocal gana mucho.

El papel de Leicester, objeto del deseo en la disputa regia, es un poco ingrato para el tenor; la escritura vocal, que se mueve siempre en la zona alta de la tesitura, es difícil y, sin una gran aria a su favor, solo puede lucirse en los dúos. Los aprovechó el gran tenor mexicano Javier Camarena de forma sensacional, con un fraseo elegante, agudos radiantes y una dulzura lírica en la expresión de sentimientos absolutamente cautivadora. La nobleza de acentos del bajo Michele Pertusi, y la incisividad del barítono Vito Priante dieron relieve a los personajes de Talbot y Cecil, y el coro, muy bien dirigido por Peter Burian, resolvió con empaque y bellos matices su importante cometido.

De la fea y mediocre puesta en escena de Patrice Caurier i Moshe Leiser poco bueno puede decirse; ver a un verdugo cortando una cabeza al inicio de la ópera con un hacha que poco después acaba en manos de la reina Elisabetta, vestida de época, y sentada en un moderno sofá, ya pone muy alto el listón de despropósitos de una fallida dramaturgia que pretende convertir la obra en un alegato contra la pena de muerte y lo que consigue es arruinar la emoción musical de sus mejores escenas.

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