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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuestión de ideología

Un país raquítico en tradición científica necesita fortalecer sin reservas y de forma prioritaria la universidad pública

Jordi Gracia

En la universidad acumulamos tantos vicios como en casi todos los demás ámbitos del Estado. Pero tienen poco que ver con el cumplimiento de horarios de despacho. La escandalera que ha suscitado el caso de Errejón va requetebién para incrementar un poco más el descrédito de la función pública, como si no bastase el mensaje repetido a todo trapo, y a derecha e izquierda, para mayor pasmo, de que la Universidad pública en España es un lastre para la modernización y la exquisita excelencia del país. Por lo visto el problema sigue estando en unos planes de reformas que mejorarán la competitividad, la docencia y la investigación para que por fin seamos instituciones de primer nivel, entremos en los ránkings donde nos racanean méritos e incluso podamos empezar a cosechar premios Nobel. Todos tenemos grandísimas ideas para mejorarla y en cuanto nos dejan endosamos los diez mandamientos de la buena universidad para que pierda el pellejo deshidratado y desnutrido, al borde la ruina, que es hoy.

Si alguna vez se ha sentido la tentación de ocupar el tiempo en leer los ya abundantes análisis de las carencias y posibilidades de la institución algunos nos hemos abandonado al descorazonamiento. Requiere un nivel de profesionalización muy alto enterarse bien de lo que necesita un sistema tan enrevesado y con tantas variantes interiores, con tantas necesidades dispares, con modalidades de docencia e investigación tan escasamente reductibles a uniformidad alguna: qué tendrá que ver lo que hace un bioquímico con lo que hace un jurista o lo que hace un intérprete de Platón.

El problema sigue estando en unos planes de reformas que mejorarán la competitividad, la docencia y la investigación para que por fin seamos instituciones de primer nivel

Los estudios humanísticos hoy requieren menos ayuda económica que antes porque la disponibilidad física o digital de gran parte de nuestros instrumentos de trabajo es infinitamente más alta que antes, cuando era necesario pagar billetes y estancias y dietas en archivos, en bibliotecas, y a menudo excursiones prolongadas a otros países, ya no para aprender el modo de hacer las cosas allí, sino para acceder a una bibliografía básica que estaba allí y no aquí. Pero, al mismo tiempo, la investigación humanística que aprovecha inteligentemente las nuevas teconologías necesita una considerable financiación si quiere sacar partido del potencial que ofrecen para proyectos o enfoques que antes eran inimaginables: encuestas de lectura sofisticadas, selectivas o genéricas, útiles no para prospecciones de mercado sino para entender la cultura literaria de una sociedad, por ejemplo, o el uso que se hace de las bibliotecas públicas, o la circulación real de los libros o la incidencia de la crítica literaria en los gustos de los lectores.

La paradoja desconcertante es que la etapa más luminosa de la España contemporánea (hasta la guerra civil) identificó en la Universidad un agente activo de modernización, respetado y protegido públicamente, mientras que en nuestra democracia apenas ha logrado generar otra imagen que la de la desestabilización política, la movilización ideológica y ahora ya, directamente, la fuente culpable de los dinamiteros del sistema de la Transición. Precisamente por eso, el debate público sí puede apelar a algunos elementos de carácter ideológico, y entre ellos dos.

Por debajo de las averías técnicas del sistema, el sustrato más dañado es ético y, por tanto, también ideológico
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Un país raquítico en tradición científica necesita colocar como objetivo vital la compensación del desfase histórico y fomentar sin reservas la mentalidad contraria: el fortalecimiento sostenido y prioritario de la universidad pública. Y digo pública con plenitud de sentido: porque es Estado y el Estado hoy, todavía, es la mejor garantía para que en las casas donde los libros son escasos y donde las conversaciones no giran en torno a Bach y Mozart, o donde nadie haya oído jamás el nombre de Jackson Pollock, tengan la posibilidad de saber que existen y hasta googlearlos espontáneamente en ratos tontos. Es un principio puramente ideológico y una exigencia política porque constituye el corazón de una socialdemocracia efectiva.

Por debajo de las averías técnicas del sistema, el sustrato más dañado es ético y, por tanto, también ideológico. Flaquea la convicción de que la única manera de aumentar la calidad y la solvencia de ese aparato del Estado es el combate contra la mentalidad funcionarial, contra la rebaja de la exigencia, contra la pasividad ante el desmán consentido, contra el cinismo como refugio excelso, contra la derogación genérica como salida brillante y jocosa, contra la indolencia como rutina intelectual, contra la prepotencia profesoral como blindaje defensivo ante la imaginación y la heterodoxia de los muchachos que estudian (y piensan).

Pero la tentación de decir que esta es la verdadera clave nos pone también en un callejón sin salida y, además, en una trampa: finge que hasta que no llegue la nueva reforma no hay nada que hacer. No es verdad. Pero tampoco es verdad lo contrario. Sin un Estado que crea en la Universidad pública como herramienta de su dignidad civil, la Universidad seguirá demasiado poblada de cascarrabias espúreos y funcionarios castizos, ambos poderosas y muy públicas fuentes de un descrédito directamente destinado a beneficiar a la Universidad privada, por supuesto limpia de toda ideología.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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